Columna


Que los dejen bailar

NADIA CELIS SALGADO

08 de marzo de 2010 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

08 de marzo de 2010 12:00 AM

Ya se habrá notado mi escepticismo ante la celebración acrítica del turismo. Me preocupan tanto la sostenibilidad de nuestros recursos naturales y patrimoniales, como su costo social. En el Tercer Mundo, el turismo se asocia no sólo con trabajo legítimo sino con aumento del tráfico de drogas y la prostitución, entre otras demandas del visitante, suplidas por los nativos bajo la indiferencia cómplice del Estado y la industria turística, porque igual paga el hotel quien viene a ver monumentos que quien viene a doparse o a solazarse entre piernas mulatas. De allí mi otra preocupación: ¿quién paga el costo y quién recibe sus beneficios? El turismo exacerba las desigualdades internas al desplazar los conflictos locales en aras de la “pose” de alegría y perfección que vende la ciudad. En el Caribe es evidente la agudización de las relaciones de servidumbre. Según el modelo, que subsiste desde la Colonia, los “pobres buenos” están para servir, ahora al turista, cuyas necesidades se suman a las de las élites nativas. Su conformidad se garantiza acaparando los recursos –educación, salud, vivienda–, y se remata estigmatizando al “mal pobre” como ignorante, flojo, falto de ambición o criminal. La industria turística –léase propietarios de hoteles, restaurantes, discotecas, aerolíneas– depende del pobre local no sólo por sus servicios. La gracia de Cartagena no está en los bares y hostales para el “gusto global” con el que se han propuesto rediseñar el Centro. Tampoco exclusivamente en el Patrimonio Histórico, si por ello se entienden paredes y edificios, prueben a vaciarlos y veremos cuánto les dura la feria. La gracia del Caribe es inmaterial y gratis, va desde una puesta de sol desde la muralla hasta el contoneo del caminante nativo. Ante el mercado turístico global se compite con la “autenticidad” que depende de la piel y el “color local”. El caso de los bailarines folclóricos en el Centro ilustra estas contradicciones. Además de garantizar la supervivencia de jóvenes cuyo talento no encuentra otro espacio que el “público”, se trata del único producto cultural accesible a muchos turistas. Sin embargo, a los defensores del patrimonio les urge sacarlos de las plazas. Las excusas: el ruido y el supuesto vínculo con la prostitución de menores. Si el problema es el ruido, más decibeles se producen Donde Fidel, y el Centro no sería Centro sin él. Ni hablar de las fiestas para las que alquilan las plazas, a menos que sólo sea ruido el sonido de los tambores. En cuanto a la prostitución, hay formas de prevenirla y no se puede culpar de ella a los bailarines. De hecho, se han planteado soluciones, y la Corporación Cabildo ha empezado un trabajo para educar y acompañar la organización de estos muchachos que, sin embargo, dejan de ganarse el sustento a la espera, ya sospechosamente larga, de que se reglamente de una vez por todas su labor. El problema de los bailarines en las plazas es que le recuerdan a la ciudad su esquizofrenia ante su negritud. Buenos son los negros para producir el elemento exótico de la identidad local, pero no para que se les trate como a iguales en recursos y derechos. Si la ciudad quiere producir un discurso coherente de inclusión de sus partes debe mostrar estrategias. Para empezar, déjenlos bailar. *Profesora e investigadora nadia_celis@hotmail.com

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