La tensión entre la Costa y el interior del país es algo que está enclavado en los cimientos de nuestra cultura nacional. En el imaginario popular, abundan las dicotomías que separan a cachacos y costeños: el roce natural entre el desparpajo y la solemnidad, por ejemplo; la supuesta desconfianza natural que impera, también, en cualquier transacción económica transada entre paisas y costeños. Una de las más célebres, es el viejo señalamiento que hacen, los del interior, hacia nosotros: el cliché acusatorio de pereza y atraso. Muchas de esas contraposiciones contienen algo de verdad, siempre y cuando sean vistas en perspectiva, o relativizadas en sus debidos contextos. Pero la mayoría de las veces, no son más que preconcepciones arquetípicas, clavadas en un subconsciente colectivo que es difícil de desbaratar. Y los arquetipos nunca abarcan, plenamente, las proporciones que existen entre diferencias identitarias. Pero seamos francos. Es innegable que, en muchas áreas, el interior nos lleva ventaja. El asunto es que, lejos de incentivar diatribas y estereotipos distanciadores, las identidades deberían funcionar como un juego de reflejos. Un festín de espectros: mirarnos en el espejo de los otros, para reconocer elementos edificantes. Medellín, por ejemplo, es una ciudad cuyo desarrollo sirve como referencia para nuestra ciudad. Conceptos como “planificación del territorio” y “gestión de proyectos urbanos”, son variables que deberían volverse familiares y necesarias, para los cartageneros. El Plan de Ordenamiento Territorial (POT), abanderado por la ciudad antioqueña, es un modelo que podría servirle de espejo a Cartagena. El fin del POT es el de incentivar el desarrollo socioeconómico del territorio, siguiendo las líneas de sus condiciones ambientales, y el cauce de las tradiciones históricas y culturales. El resultado: Medellín se ha convertido en un destino arquitectónico, ha incitado nobles proyectos como el de la Biblioteca España y el Orquideorama. En ellos, se ha hecho una reinvención de los espacios, con el fin de aprovechar sus condiciones territoriales, pero sobre todo, de producir lugares públicos que cumplan funciones específicas. Espacios bellos destinados a la educación, la recreación y abiertos a todos los ciudadanos. Así, una ciudad otrora postrada por la violencia y el caos, ha abrazado su propio cuerpo territorial, y lo ha convertido en un rasgo inmanente para inventarse una cultura ciudadana. La Biblioteca España, por ejemplo, fue construida en Santo Domingo, antes reconocido por sus pulsaciones de terror y sicariato. Además, el POT de Medellín se ha preocupado por solventar un problema bien conocido en Cartagena: el déficit habitacional. Ha logrado transformar ambientes naturales en espacios públicos, y sobre todo, consagrar un urbanismo sólido que genera una noción más desarrollada de ciudad. Imaginemos esto en Cartagena. Especialmente, porque la nobleza de nuestros espacios contienen un sello distintivo con respecto a los de los paisas: ese halo mítico, fundacional, la estela de la Colonia y la belleza de lugares que han resistido a los embates del tiempo. Pero ese patrimonio cultural y territorial cartagenero sufre de mal uso y despilfarro. ¿Cómo se podría aprovechar, por ejemplo, el magnífico espacio del antiguo Club Cartagena? ¿Cómo dinamizar, en la ciudad, algo tan fundamental como restauración de patrimonio arquitectónico? En principio, mirarnos en un espejo. *Historiadora, periodista y escritora rosalesaltamar@gmail.com
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