Más de una vez tuve la sospecha incómoda de que hay seres damnificados por la vida. Son personas que tuvieron el esplendor de aquellos que se entregan al duro empeño de instalar una ilusión y ante el desgaste por las obstinaciones de la realidad ceden en su propósito y se entregan a la deriva de las consolaciones de sobrevivencia. No se trata de un lamento sino de una silenciosa dignidad inmóvil. Uno de estos seres que había recibido destellos de la poesía, había incursionado con imaginación en la política liberal y conservaba la lealtad a sus estudios de medicina, fue quien me presentó a Roberto Montes Mathieu. Hacia el final de la década de los sesenta del siglo pasado, Montes concluía sus estudios de jurisprudencia. Como varios, buscaba en la poesía el milagro que rescata de las rutinas de la necesidad. Y si bien nació en Sincelejo, tenía más de una querencia en Cartagena de Indias a donde viajaba con frecuencia siguiéndole la pista a compositores y cantantes populares y disfrutando la buena cocina marina de Alejandro, quien curaba el aburrimiento de la tierra firme con una discreta mesa de acorazado en la calle del Cuartel. Allí lo llevaba el poeta Jaime Martínez. Roberto estaba dotado de un olfato privilegiado para hallar en las bodegas revueltas donde se amontona el olvido documentos, indicios, fechas, piezas, que daban cuenta de un momento significativo. De esa intuición laboriosa dejó señales en la antología descomunal del cuento en el Caribe colombiano en la que auxilió a Jairo Mercado. Esta antología, publicada por la Universidad del Magdalena, merece una edición nueva corregida y con mejor aprovechamiento de la exhaustiva información del prólogo. Después de sobrevivir a las zancadillas y esperas indolentes del ejercicio libre del Derecho encontró refugio en la función modesta de perito en fenecimientos. Allí continuaba sus lecturas y descubrimientos que ponía con generosidad al servicio de los requerimientos creativos de Germán Espinosa y Arturo Alape. Cuando el diario El Espectador se ideó la desmesura de un concurso de cuentos que duraba un año entero, con motivo de sus 90, muchos nos alegramos con el espléndido ganador: El cuarto bate, de Montes Mathieu. Éste le dio título a su primer libro de cuentos editado por Plaza y Janés. Lo acompañé a recibir el primer carro que compró. Un Renault 4, verde. Después de probarlo me dejó en mi casa y nos despedimos. Lo vi partir con la audacia de conductor primerizo, encaramando la llanta trasera en los bordillos y haciendo piruetas de veterano. En ese automóvil llegó a Barranquilla a entrevistar al maestro Peñaranda y detrás de unas fotografías de Scopell. Una aplanadora en el puente Pumarejo casi lo acaba. Sobrevivió y salió del hospital con un bastón y muchas lecturas reposadas. Su humor incancelable estaba intacto. A su libro de minicuentos lo llamó Tap-Tap. Secreto guiño a Borges y a Cabrera Infante. Tararea en pose de bolerista un ritmo de Lucho Pérez, o recuerda a Machado o al maestro Mejía o a Bach. Acaba de salir su novela. La escribió en los años que creía que la juventud acababa con un tiro en la cabeza. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com
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