Columna


Ruido y ciudad

ALFONSO MÚNERA CAVADÍA

21 de abril de 2010 12:00 AM

ALFONSO MÚNERA CAVADÍA

21 de abril de 2010 12:00 AM

En su columna de los sábados, el escritor Óscar Collazos se quejaba, con razón, de la cultura del ruido que domina la vida cartagenera. Ponía de ejemplo la práctica cotidiana de los taxistas que pitan por cualquier motivo, incluso casi como un reclamo contra el transeúnte que camina por las aceras. Óscar ha vivido en las ciudades europeas y sabe que ni los taxistas ni los conductores particulares pitan en sus calles, a no ser que se trate de una necesidad mayor. Lo mismo sucede en cualquier ciudad de los Estados Unidos. El ruido de los taxis es, por supuesto, apenas un ejemplo de la vida disparatada y desordenada, sin autoridad ni civismo alguno, en la que nacemos, crecemos y morimos los cartageneros, y que sólo sirve, al parecer, para que dos o tres parroquianos –caribeñistas o caribeñólogos de última hora- y uno que otro político festejen la esencia carnavalesca del Caribe, su naturaleza alegre y ruidosa. Sólo que esa naturaleza alegre y ruidosa puede convertirse –como en efecto se ha convertido para miles y miles de seres humanos- en una pesadilla inacabable. Cartagena dejó de ser el pequeño villorrio que fue hasta los años sesenta del pasado siglo, con sus casas amplias, con patios sembrados de árboles frutales centenarios, sin muchos carros y sin equipos de sonidos monstruosos. La vida era más tranquila y más silenciosa. Hoy la arcadia del Caribe se convirtió en una ciudad de un millón de habitantes, llena de barrios miserables, y de buses, taxis y motos que no respetan nada ni a nadie. Hacen simple y llanamente lo que les da la gana, al tiempo que todas las expresiones de la agresividad se desbordan en forma de asesinatos, robos violentos, creciente violencia intrafamiliar…; y ruido. Ruido de la peor especie y de la manera más deliberada para joder al otro. Para dañarle la vida. Pasa con los pobres vecinos, aún en aquellos barrios que son tenidos como de altos estratos. No se crea que el asunto lesiona sólo a la gente más humilde. En Crespo, por ejemplo, en calles muy residenciales, hay dueños de casas que instalan el bar en la acera, ponen el picó a todo volumen, y que Dios proteja al resto. Utopía grande es pretender hacer uso de la terraza de tu casa para conversar con los amigos o sentarte a leer. Imposible. El señor del picó irá subiendo el volumen hasta que aquella música te obligue a cerrar puertas y ventanas para lograr algún descanso. Para no hablar de los dueños de las muchas tiendas de garaje, feas, sucias y mal acondicionadas que han surgido por doquier. Si tienes la desgracia de haber comprado un apartamento, con el mayor esfuerzo del mundo, en el edificio de al lado de la tienda, estarás condenado a vivir encerrado y quién sabe si logres aprender a dormir con la bulla que se cuela por todas las paredes. Y, querido Óscar, que te sirva de consuelo: me tengo que soportar todas las noches de todos los domingos, hasta más allá de medianoche, el equipo de sonido gigantesco que prenden en Chambacú, y cuya música atraviesa sin dificultad el caño de Juan Angola, y se oye aquí, en El Cabrero, clarita, como si fuera al lado de tu casa. Pero, que nos vamos a quejar: ¿acaso no le están vendiendo el Caribe, alegre y ruidoso, a los turistas? *Historiador. Profesor de la Universidad de Cartagena. alfonsomunera55@hotmail.com

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