Columna


Sex and the city

VANESSA ROSALES ALTAMAR

03 de julio de 2010 12:00 AM

VANESSA ROSALES ALTAMAR

03 de julio de 2010 12:00 AM

Para muchos la serie de televisión Sex and the City no es sino un viaje hacia lo más hondo de la frivolidad femenina. En parte es así, debido a su bagaje de fantasía; Carrie, por ejemplo, la protagonista, compra zapatos de 400 dólares escribiendo una columna semanal en un periódico neoyorquino. Con los años y la experiencia ambigua y moderna de la soltería, las cuatro mujeres de la historia alcanzan niveles impresionantes de poder adquisitivo. De allí que vestuario y glamour sean un eje tan primordial como los vaivenes con los hombres. La última versión de la película alcanza una cúspide en este sentido. La estética, el estilo de vida, la ropa y las posibilidades materiales adquieren un esplendor que reverberará en el espectro sensorial de muchas mujeres. En medio de todos los clichés, histerias y cursilerías, Sex and the city narró la forma de ser mujer que, a principios de los 90, representaba el cuadro nítido de un gran vuelco generacional en el que las mujeres podían ser solteras hasta bien entrados sus 30 años. Una forma que, además, y pese a todo el halo fantástico, la idolatría a los zapatos de Manolo Blahnik y la improbabilidad de que Carrie, que pisaba escasamente una sala de ejercicio, tuviese las mejores abdominales de las cuatro, no excluía la búsqueda femenina por el amor verdadero, las opciones de matrimonio, el sexo, los hijos y la soledad. Muchas mujeres se enamoraron de la serie porque podían mirarse en un espejo o fantasear con un apartamento perfecto en Manhattan, tener el grupo más fiel de amigas y poseer un guardarropa de ensueño. En parte, Sex and the City apela también a un lado infantil de la psiquis femenina: transportarse a la imagen típica de la niña que se mide los tacones de la madre con la boca pintada y el cuello adornado de perlas para pretender ser adulta. En medio de ese inmenso apetito por la ropa de diseñador, frecuentar los lugares más chic de Nueva York y lograr lo que muchas mujeres añorarían en el plano material, detrás de la serie-película hay hondura. Quizá sea una profundidad que muchas veces bordee la parodia o la caricatura, pero ese elemento es visible, por ejemplo, en Miranda, una abogada solitaria, fuerte y autónoma que queda embarazada y se enfrenta, en contra de su voluntad, a la experiencia de un hijo. O cuando Charlotte, mecida por un gran deseo de maternidad, no logra concebir sino hasta muchísimo después de intentar incesantemente. De fondo se trata también de ese rasgo tan intrínseco de la feminidad: ese tener que cubrir tantos campos, diversos y difíciles, para ser una mujer plena. En la última película hay dos escenas que plasman eso: una, donde Samantha, la más liberada, sale en shorts y escote a las calles de Abu Dhabi debido a la menopausia. Cuando de su cartera sale un paquete de condones, los hombres árabes la rodean a condenarla. En medio de eso, aparecen unas mujeres, cubiertas en ropaje negro que la “salvan” del escarnio y la conducen a una habitación. Tras cruzar un par de palabras, las mujeres se deshacen de sus velos y revelan Dolce & Gabanna y Louis Vuitton. Es el encuentro de dos mundos que revela, con ropa de ensueño, que la libertad femenina es una odisea que, en algunas partes del mundo no existe y que en otras se lucha aún en el día a día. *Historiadora, periodista, escritora rosalesaltamar@gmail.com

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