La noticia fue que Shakira disertó en el prestigioso podio de la universidad británica de Oxford. Los medios dijeron que la invitación era de gran talante: Newton, el Dalai Lama, y Churchill habían sido el tipo de personalidades convocadas para el mismo propósito. También se dijo que la cantante mantuvo humildad y expresó confusión al verse rodeada de titanes académicos, y comprometida a hablar en semejante institución. Y que fue invitada por sus contribuciones filantrópicas notorias. Todo lo cual denota algo visiblemente fáctico sobre Shakira: tiene mérito. Pero ¿en qué consiste la identidad de la barranquillera? Indudablemente, su ascenso tiene la insignia de aquellos otros artistas nacionales que han rebasado los límites sospechados, encumbrándose, adquiriendo celebridad global. Es un rasgo que los colombianos celebramos con euforias colectivas y tremendistas. Si Colombia triunfa en fútbol, todos somos futbolistas; si repentinamente un nombre resuena en el firmamento literario, todos somos lectores. Nos adherimos a las fiebres con una facilidad que estupefacta. Y los motivos de nuestro orgullo remiten, muchas veces, al mero destello de la celebridad sin contenido. Dentro del acopio de triunfos colombianos, el de Shakira tiene un rasgo peculiar: la consagración en el difícil mercado musical estadounidense. Fue una senda hecha a pulso. La entonces modesta trayectoria de la barranquillera se inició entre telenovelas locales, interpretaciones de vocales agudas y una característica melena negra. Luego vendría su costado seudo folk, de cantautora romántica con guitarra, e icono noventero de líricas ultra femeninas y, para algunos, someramente virtuosas. Hacia el final de esa década y con el despunte de la presente, se entregó a su ascendencia árabe, patentó su movimiento pélvico, e inició lo que fue un trecho escarpado hacia el canto en inglés. Le costó fluir en el idioma, sus alaridos se potenciaron y en ese momento, se hizo rubia. Lentamente, arribaron a su orilla los éxitos con la contundencia suficiente para catapultarla. La voluntad férrea por trepar a la cima del mercado norteamericano rindió resultados fructíferos. Su nombre comenzó a figurar en publicaciones estadounidenses, fue a presentaciones de cadenas musicales clásicas del país del norte, le cantó a Aerosmith, interpretó en los Grammys. Mas, viendo ahora las proporciones de su acento al hablar, con esos no tan sutiles toques argentinizados; discerniendo su música, estética y manera de cantar, quizá el largo camino a la cumbre añorada diluyó la identidad de Shakira. Su último sencillo es, cuando mucho, un remedo lánguido y exasperante de una bombástica estrella gringa: Britney Spears. Su supuesto desafío, al juguetear con la ambigüedad de un término como “loba”, y lo que significa en su país natal, nos habla fuertemente sobre la banalidad que hay tras la barranquillera. El gran logro de Shakira es haber hilvanado una serie de peripecias para gustar, desesperadamente, a los gringos, y tal vez, no tanto a sí misma. No hay alma, ni espíritu en su lírica y musicalidad. La vacuidad detrás de sus discos y apariciones son destellos de su característica máxima: ausencia de autenticidad, la mimética facultad para eclosionarse al mercado gringo, abandonando el poder ser genuina. *Historiadora, periodista, escritora rosalesaltamar@gmail.com
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