Columna


Siembra de resentimientos

VICENTE MARTÍNEZ EMILIANI

07 de junio de 2010 12:00 AM

VICENTE MARTÍNEZ EMILIANI

07 de junio de 2010 12:00 AM

De pocos años a esta parte, en una ciudad como la nuestra, distinguida por la tolerancia y la convivencia sincera de los ciudadanos de todas las condiciones y partidos, se ha venido sembrando la cizaña entre las diferentes clases sociales que, enantes, alternaban en sana y fecunda armonía. Se intenta engendrar el rencor en una comunidad que no conocía las rencillas, para cobrar deudas apasionadas o sacar ventajas ocasionales. En ciertos medios de comunicación se maneja un lenguaje colérico que busca crear –y lo ha conseguido– un clima de enfrentamiento con incitación progresiva a la violencia. Y algunos de los que han llegado a la cima o de los que han quedado tendidos sin suerte en el camino apelan a una torpe demagogia para conquistar el apoyo de las clases populares que son malévolamente utilizadas y cuyo espíritu se trata de envenenar continuamente. El torpe llamado a los furores elementales ha dado sus frutos. Y hasta presentadores de televisión, como Jorge Barón, repiten sin reposo la perniciosa conseja. En Cartagena jamás hubo resentimientos de razas o de clases. Eso lo sabemos los cartageneros raizales, los que tenemos padres y abuelos enterrados en sus cementerios y en sus iglesias vetustas, donde reposan sus restos al lado de las ayas negras, como Cipriana Quintana la “bocachiquera”, quien crió a mi madre y nos educó a mis hermanos y a mí, con afecto, con independencia y con carácter recio. Al promediar la pasada centuria toda una generación de eximios dirigentes de auténtica extracción popular, sin más abolengos que su inteligencia y su honesta voluntad de triunfo, representó a la ciudad, a escala nacional, en distintos campos. Entre ellos se encontraban los hermanos Vargas Vélez, Blas Herrera Anzoátegui, Francisco Obregón, José Santos Cabrera, la familia Zapata Olivella, Juan Cuesta y Del Campo y Castro. Poseedores de carisma y gran vocación de servicio labraron su propio pedestal y fraguaron su misma estatua haciéndose acreedores al respeto y al reconocimiento general. Y, para conseguirlo, no apelaron a la invocación de amarguras –que no existían– ni a la contumelia bastarda. Por eso sus existencias meritorias se recuerdan con gratitud y con afecto en los distintos estamentos de la sociedad. Ahora, en contraste con sus vidas admirables, se alzan banderas de demagogia barata que escaso servicio prestan a la ciudad y al pueblo. Al fin de cuentas muchos de los que las enarbolan han sido usufructuarios verdaderos del poder en los últimos años y favorecidos en el reparto de posiciones de comando y de gabelas oficiales. Y si Cartagena atraviesa una situación de desamparo se debe a ellos. Así de fácil. Y así de grave. Lo último que nos faltaba, en medio de la crisis que atravesamos, es que vaya a jugarse al deporte de la ofensa y a la lucha de clases. No. Tamaña irresponsabilidad es inaceptable. Ya Cartagena ha padecido suficiente con sus docenas de miles de desamparados venidos de los cuatro puntos cardinales y la ineptitud inverosímil de sucesivos gobiernos locales, para que se trate de instaurar el odio entre los cartageneros. Es conveniente o, más aún, necesario, restablecer el espíritu de concordia que de vieja data había distinguido a la ciudad, para poner cortapisa al desenfreno y al cultivo de resentimientos que no se compadecen con el ánimo amable y la más pura tradición de nuestras gentes. *Ex congresista, ex embajador, miembro de las Academias de Historia de Cartagena, y Bogotá, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. acadmiadlhcartagena@hotmail.com

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