Columna


Somos champetas

CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

19 de agosto de 2010 12:00 AM

CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

19 de agosto de 2010 12:00 AM

Para algunos, el concierto de Mbilia Bel puede ser considerado el mejor del año. La alegría que generó este espectáculo no reconoció las fronteras que habitualmente nos separan. Una ciudad que en su mayoría es afro, encontró en la champeta una expresión con connotaciones de resistencia social, cultural y de identidad. La champeta tomó fuerza en los años 60, cuando los viajes permitieron que algunos hombres de la ciudad encontraran otro mundo del otro lado del océano, y otros negros que escuchaban una música que los nuestros sentían cercana a su corazón. La champeta representa el resultado de un encuentro con dos pedazos de África: del que está en su propio continente y de la que tenemos nosotros en la memoria de nuestra sangre. Por años, sin embargo, la champeta fue excluida de las elites cartageneras. En las discotecas no se escuchaba y se limitaba a ser bailada alrededor de los picós en las esquinas de los barrios. En esa época ser “champetuo” era un insulto. El peor de todos. Hacía referencia al color de la piel, a la clase popular, al barrio, al sudor en la espalda y al uso de la champeta para defenderse y para descamar el pescado. Mientras el pueblo bailaba en una sola baldosa, los más puritanos se sentaban a calificarla de un baile diabólico, promotor de los instintos bajos, de la conducta agresiva y del sexo. Por la cabeza de algún infeliz, incluso, pasó la idea de decretar su prohibición. Sus letras le cantaban a lo que vivía nuestra ciudad, y era considerado demasiado vulgar para algunos. Cuando el cólera nos atacó, se escuchaba “Ay yo no quiero que me dé, el cólera”, y cuando los grupos de limpieza masacraban a la gente en Olaya, entonces la ciudad cantaba y bailaba “El encapuchao”. La champeta desplazó a la salsa legendaria de algunos picós. Fue este elemento el que tuvo un papel determinante en la difusión de la música africana y de la nueva champeta que creábamos en la ciudad. En los 80 un hombre pasaba por las calles del barrio vendiendo casetes de música champeta y de soukous. Los vendía puerta a puerta, y a los clientes más constantes les fiaba. La gente no entendía las letras, pero se atrevía a cantarlas. Todos éramos capaces de cantar el Giovanni, a pesar de que nadie supo qué decía. El concierto de Mbilia Bel y el Festival de Champeta nos recordó lo “champetúos” que somos. Ya a nadie le da pena reconocer que lo es, porque incluso las elites se rindieron al disfrute de estos ritmos. Todos vivimos con una nostalgia de lo prolíficos años 80, de aquellos tiempos del Festival de Música del Caribe. Colombia sintió orgullo cuando vio a Shakira cantando el Waka Waka en el Mundial. Algunos dijeron que el país no había llevado una selección de fútbol, pero que la llevó a ella. Sin embargo, en silencio, sabemos que nada superará el Zangalewa que bailamos sudados en una esquinita del barrio, pegaditos al cuerpo del parejo, cantando en “africano”. *Psicóloga ayolaclaudia@yahoo.com

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