Columna


Subir La Popa

AUGUSTO BELTRÁN PAREJA

30 de enero de 2010 12:00 AM

AUGUSTO BELTRÁN PAREJA

30 de enero de 2010 12:00 AM

A veces dudamos si los recuerdos corresponden a vivencias y sucesos, o simplemente los hemos imaginado. Rememoramos con nostalgia otra Cartagena de la lejana infancia. Parsimoniosa por sus antecedentes de ciudad procera, en ella latía una tranquilidad aldeana. La Popa, al finalizar enero, se convertía en el eje de la actividad. En sus frescas madrugadas, con neblina veranera y matarratones florecidos, se daba la romería en honor de la Virgen morena. La Candelaria, madre de Cristo, que los humildes se habían apropiado. No pretendían ser hermanos de Dios, les bastaba sentirse hijos de ella. Subir el cerro era el programa, la hazaña cantada. Las alegres campanas de la ermita situada en la cima de La Popa convocaban fieles, beatas y muchachos de todos los estratos y edades. La emoción era inmensa. Amaneceres con brisas, caminos tramposos, una legión de pelaos enloquecidos, la aventura más hermosa, correr y gritar sin limitaciones. Caídas y golpes, fritos, trozos de caña de azúcar, guarapo…; No había celulares, ni radios transistores. Tampoco atracos y mototaxistas. Subir La Popa era mucho más que una explosión jubilosa de energía y vida. El pretexto ideal para acercarse a jovencitas “embluyinadas” integradas al safari. La oportunidad para compartir la más divertida epopeya; para contarnos importantes naderías. Los caminos de la “gruta”, y la “papayita”, exigían agilidad y destreza. Conversar en un recodo del sendero. Celebrar ruidosas caídas, las burlas, torpezas y temores. La sencillez austera de su ermita. Los regaños de un Levita, que no comprendía la bella integración de fiestas religiosas con la profana alegría. El vigía de La Popa avizoraba fantasmas desde su atalaya. Ejercía funciones tan importantes que todavía son secretas. Tenían algo que ver con el puerto, los barquitos que llegaban, o las telecomunicaciones incipientes que nos aproximaban al progreso. O acaso sería sólo una corbata para un poeta invidente. La intimidad de la pequeña iglesia. El monótono ritual, en aburrido latín, trasmitía trascendencia. Mucho “spiritu tuo” y amén. No eran tan frecuentes cánticos, hosannas y aleluyas de la misa que hoy ofician. El sermón, igual de largo y malo. Había austeridad en los vestuarios sacerdotales. Nada de lentejuelas toreras, ni bordados decadentes. La bella imagen de la Virgen de las candelas. Unos santos humildes representados en baratos yesos. La pelea de los curas con el pueblo por mantener la propiedad de una Virgen ajena. Ella era de los pobres que vivían a sus pies, sin la miseria de hoy. El rechazo de los levitas a los excesos etílicos de los fieles. Los cascos musicales y los vigorosos perfiles de una cabalgata. El 2 de febrero al morir el sol se cargaba una imagen bamboleante hasta la iglesia del Pie de la Popa. Conmovedor recorrido que llamaban procesión. La ciudad convulsionaba, ríos humanos, una multitud abigarrada se tomaba las calles. Se nos acababa la diversión, porque en pocos días, nos tocaría volver a las aulas. Al subir llenos de energía, orondos proclamábamos “vamos pa’ La Popa”; al regreso maltrechos y balbucientes confesábamos venir “de... la pooo pa”…; Ahora, soñamos con volver acompañados de nietos y nostalgia. *Abogado, Ex Gobernador de Bolívar y Ex parlamentario. augustobeltran@yahoo.com

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