Columna


Tías solteronas

DANIEL CASTRO PEÑALOZA

23 de agosto de 2010 12:00 AM

DANIEL CASTRO PEÑALOZA

23 de agosto de 2010 12:00 AM

Cada una de mis tías tiene una particularidad, pero algo las une: todas llegaron a la vejez del cuerpo sin haber probado hombres y con la certeza de que jamás los requirieron para satisfacer las necesidades fisiológicas. Rosalbina estuvo cerca de perder la virginidad en un teatro de la vieja Barranquilla. Su novio de besitos al aire y miraditas tiernas cavó su tumba también en aquel vetusto teatro, por cierto ya desaparecido. Fue allí, entre los gritos de espanto de una película de terror, cuando ella –meticulosa por herencia de Amira, la abuela italiana– se percató de la halitosis de su enamorado. El cuento lo he escuchado tantas veces que lo puedo recitar de memoria: “Cuando llegué a casa antes de que terminara la función en el teatro Mogador, le dije a mamá que la boca de mi noviecito olía a mondongo fresco”. Después del muchacho de voz armoniosa y aliento rancio no le quedaron más ganas de conocer hombres. Es como si hubiera quedado desencantada de la vida, del amor, del sexo opuesto. No se volvió lesbiana, pero ¿quién podría pensar que una boca fuente de olores nauseabundos haya sido capaz de segar por siempre los ímpetus de una mujer? Desde entonces, se convirtió en adicta a las cremas dentales y me obligaba a cepillar los dientes hasta cuatro veces al día. Al final de la noche llegaba el ritual que tanto odiaba: debía lanzarle un par de soplos en dirección a su nariz. Muchas veces me hizo devolver al baño, diciendo en voz alta: “Carajo, no quiero que seas locutor. Quiero que seas el mejor periodista del mundo con una boca pulcra”. Rosalbina, baja de estatura, enclenque por naturaleza, aventaja en edad a Fanny, de rasgos físicos similares, pero de aspecto más europeo en razón a su color de piel y ojos. El amor de su vida fue aquel vecino dueño de un Chevrolet convertible que encantaba a las mujeres de la urbe creciente. Todas lo querían; ella lo amaba con loca pasión. El error del que aún se lamenta: “Nunca fui capaz de decirle nada”. Los días pasaban y Fanny acomodaba la mecedora junto a la ventana principal para apreciar al hombre de sus sueños cuando subía o bajaba del auto. Lo hacía amparada en cortinas de un silencio estúpido. Bina la sonsacaba para que le revelara sus sentimientos. Nunca lo hizo. Su estrategia para atraerlo consistía en aplicar aquel viejo adagio: “A los hombres se les enamora por la boca”. Los platos más exquisitos de la gastronomía costeña comió aquel que tenía fama de gigoló y que vivía plácidamente con el dinero que le prodigaban mujeres de edad avanzada por favores en camas con falta de calor masculino. El tipo era bien parecido; todo un caballero en su trato hacia los demás que seguramente le hubiera hecho también el favorcito a tía Fanny. Pero no, sólo alcanzó a comerse toda la comida que ella le cocinaba envuelta en un amor platónico propio de novelas. Emilia, también por el lado materno, murió menos vieja. Muchas veces pude verla desnuda, alta, de cuerpo bien formado que terminó bajo las garras devoradoras e implacables de los gusanos siguiendo una consigna preconcebida: “Prefiero a los gusanos que a los hombres, que finalmente son como los gusanos”. Y se le cumplió su designio, como indefectiblemente les ocurrirá –ojalá en días lejanos- a Rosalbina y a Fanny, las tías solteronas cuyas camas jamás han sido estremecidas por el amor desenfrenado. dacaspe@gmail.com

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