Acaban de cumplirse catorce años de la muerte de Ramón de Zubiría. Tiempo propicio para la evocación y el recuerdo de quien fuera uno de los pensadores más lúcidos del Caribe y de Colombia. Revivir la imagen de Tito, un cartagenero de racamandaca, con amor visceral de tierra, es simultánea, y contradictoriamente, un placer y una dolorosa nostalgia. Para mí su vida y su ejemplo corresponden a la más entrañable de mis vivencias porque, sin pliegues ni vacilaciones, nos unió una hermosa amistad que, durante una larga e indeleble temporada, llegó a fundirnos como hermanos siameses. Él, fraterno compañero, pertenece a mi particular mitología. Por eso, en 1995, al recibir invitación de varias publicaciones para escribir un artículo en su memoria no se me ocurrió nada diferente a mandarle una carta a ese privilegiado rincón del cielo donde sólo llegan y moran los elegidos. Tito pertenece a la estirpe de los inolvidables. No había terminado de irse, todavía, y ya empezaban a labrarse su pedestal y su leyenda. Ambos los conquistó en buena lid. La desgracia que le rompió la espalda lo hizo fuerte. Templó su espíritu y le dio renovados bríos a su carácter recio. Guiado por indomable voluntad y por una luminosa inteligencia, que enriqueció con la meditación y el estudio, se ganó un sillón relevante entre los grandes del pensamiento colombiano. Con una ventaja sobre la mayoría de los que han merecido el reconocimiento público y definitivo. Tito despertaba en quienes lo conocieron y escucharon, no sólo respeto y admiración, sino también cariño. Su palabra fácil era persuasiva. Su disertación erudita estaba lejos de la jactancia o de la pedantería. Y el gesto amable con que invitaba a la gente a acercarse a él y a participar en el diálogo le ganó la solidaridad de los que lo rodeaban. La gente lo sabía huérfano de rencor y de bajezas, en un país atropellado, desgraciadamente, por el egoísmo y la violencia, al que le dio lecciones de generosidad, de condescendencia y de grandeza de miras. Por ello es posible afirmar, sin miedo a la exageración ni a la hipérbole, que fue un hombre de verdad, en la más estricta y noble acepción del vocablo. Tito siempre se confesó Caribe. Se enorgullecía de serlo por los cuatro costados, y defendió con porfía la idiosincrasia de su pueblo y de su mestizaje, reclamando el cambio de los límites del mar de Colón y del descubrimiento para que, llegando a Méjico, más allá de la península de Yucatán, Agustín Lara también fuera incluido en su perfil humano. Pero si amó con pasión al Caribe profesó, aún, más amor a Cartagena a la que quiso con cariño que rozaba el delirio. Le cantó con música, y en verso y en prosa. Por tal motivo, al cumplirse 14 años de su muerte, quiero decirle: Tito, descansa en paz aquí, en la Cartagena de tus sueños, en el viejo rincón de tus abuelos, donde vive palpitando ardorosamente, sin sombras ni reposo, el recuerdo imperecedero de tu hidalguía afectuosa, de tu gracia incesante y de tu humanismo universal. *Ex congresista, ex embajador, Miembro de las Academias de Historia de Cartagena, y Bogotá, Miembro de la Academia colombiana de la lengua. academiadlhcartagena@hotmail.com
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