Columna


Un cristiano viejo

ROBERTO BURGOS CANTOR

31 de octubre de 2009 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

31 de octubre de 2009 12:00 AM

Durante los años en que el poeta Miguel Iriarte editaba en Barranquilla la muy buena revista que fue Vía 40 escuché muchas veces hablar con entusiasmo de Álvaro Suescún. Apenas lo conocí el año pasado, frente al mar gris podrido y triste de Salgar donde todavía se esconde algún submarino alemán con el calendario trabado. Venía, él, de Paris donde en largas conversaciones de verano por el jardín de Luxemburgo, con Julio Olaciregui, afinaron proyectos como La vuelta a la manzana. Ahora ponía en mis manos un libro de su autoría sobre el periodismo de un poeta más conocido por la vaguedad de su leyenda que por la lectura de sus poemas: Jorge Artel. A pesar de las viejas rivalidades entre Cartagena de Indias y Barranquilla, con sus expresiones inolvidables en los partidos de peloteros eléctricos y jugadas de vértigo, Álvaro Suescún ha atravesado la fortaleza para indagar honduras de su historia cultural, por lo regular despreciada por la indiferencia. Ese empotrado vicio del Caribe de demorarse en la comprensión de lo propio empieza a transformarse. Los logros en Historia y Humanidades de la Universidad de Cartagena; la formación de horizonte ambicioso de la Tecnológica de Bolívar; las investigaciones y formación en Arquitectura de la Tadeo Lozano con la inspiración de Augusto de Pombo y los libros necesarios de Francisco Angulo, abren un horizonte antes desconocido y esencial para nuestra percepción de la realidad. Ahora Suescún le ha puesto la lupa a un hombre discreto, de sensibilidad contenida y con el sigilo de las inteligencias cultivadas, esas que evitan perderse en la frase que surge cuando la botella de ron blanco baja hasta la mitad. Esta persona, cristiano viejo, había empezado a salir de su sótano discreto cuando las legitimaciones del premio Nobel de literatura hicieron de Gabriel García Márquez una especie de oráculo de los olvidos injustos. El escritor contó cómo al lado de las lecturas facilitadas por los hermanos De La Espriella, Óscar y Ramiro, había una especie de hermano mayor que cumplía la función que Paul Valery descubrió en la academia universitaria. Ese no era otro que Gustavo Ibarra Merlano. A Ibarra Merlano no tuve la suerte de tratarlo. Algún día de mis trabajos de pancomer encontré sobre el escritorio un libro de él, Hojas de Tarja, publicado en Grecia y con una delicada dedicatoria. Nunca encontré la manera de responderle a su gentileza de caballero de bosque antiguo. En el libro de Eligio García Márquez, Tras las claves de Melquíades, hay una escena espléndida. En el parque del barrio de El Cabrero, en la alta noche, Ibarra, Rojas Herazo y García Márquez hablan de teología. De repente un ruido sin antecedente humano, más que ruido presencia, se toma al mundo. Ibarra les dice: ahí está, la pendejadita del Señor. Llamó mi atención la intuición severa de Ibarra. Se dedicó al derecho aduanero. Disciplina jurídica propia de los puertos, como el Marítimo. Y no atendida por los cartageneros. Como tampoco el Constitucional a pesar de tener al autor de una Constitución de las más coherentes. El libro de Álvaro Suescún, Ceniza Salobre, interviene el alma de Ibarra Merlano a quien con intuición certera Aracely Morales, como ministra de Cultura, le publicó el hermoso libro de sus poemas, preparado por Gustavo Tatis Guerra. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com

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