Columna


Tengo sumamente claro que el único que puede cambiar las cosas —sobre todo el corazón del hombre— es Dios, no un ser de carne, huesos y excrementos; y mucho menos un partido político. Bajo esa premisa he basado siempre mi actitud de no creer en ningún político ni en esas montoneras de oportunistas que llaman “partidos”, por los cuales nuestros abuelos se desvelaron, y hasta se mataron, sólo para que el país siguiera en manos de unos pocos, que lo han conducido hasta los niveles más asquerosos a los que puedan descender los seres humanos. Pero no puedo negar que, en este momento, hago parte de la multitud anhelante que desea que Antanas Mockus, el candidato del Partido Verde, llegue a ocupar la Presidencia de Colombia. Lo deseo no porque crea que él es Dios, o que su partido es una corte celestial de ángeles y arcángeles, sino por la simple aspiración a que en Colombia suceda algo distinto de lo que nos tienen acostumbrados las tendencias dizque liberales y conservadoras, aunque se disfracen con diferentes nombres y slogan, cuyos resultados son tan reiterados que da lo mismo que gobierne cualquiera. Y mi empeño está basado precisamente en la palabra “resultados”, ya que son ampliamente conocidos los alcances que tuvo la alcaldía de Mockus en Bogotá, lo mismo que el gobierno de Sergio Fajardo en Medellín, cosa que poco o nunca se había visto en ciudad colombiana alguna durante la historia política del país. Es decir, los dos marcaron un hito en el ámbito nacional desde sus respectivas secciones. De manera que no es descabellado que gran parte de los colombianos estemos deseando que esos mismos resultados se den en una dimensión macro, empezando por la oleada de votos de opinión, que, como nunca, tendrá lugar en este país, independientemente de que Mockus salga o no airoso en la próxima contienda electoral. El siguiente resultado consistiría en que por fin los colombianos (sobre todo el pueblo raso) entenderíamos que sí tenemos poder para elegir o desmontar a un gobernante, sin necesidad de que negociemos el voto. El otro triunfo —tal vez el más importante— vendría después de que la gente se percate del poder que tiene con su voto y verdadera participación consciente en los procesos electivos: empezaría a derrumbarse la idolatría por el político, por el “doctor”, otra de las herencias malsanas que nos dejó el sistema colonial esclavista, pues es claro que al “amo blanco” lo reemplazaron los “doctores”. Y a nosotros nos defiende la Constitución Nacional, pero seguimos pensando y actuando como esclavos: como si el hambre y la “llevadera” tuvieran colores políticos. Sólo Dios conoce el corazón y la conciencia de Mockus. Nadie sabe si cuando se monte en la Presidencia voltee el cutarro y muestre el mismo talante de quienes lo precedieron. Pero las que sí tenemos claras y concretas son las consecuencias de su construcción de ciudadanía en una urbe tan compleja como la capital de la República. Por eso, si el tipo se “patrasea” como las demás chancletas, nos quedará la convicción de que votamos no para que nos dieran un abanico, un empleo, un cupo universitario, un litro de leche o un billetito de 50 mil pesos, sino para que todos respiremos un aire nuevo; y para que por fin el progreso deje de ser asunto de unos pocos, acostumbrados a llevarse por delante al resto. *Periodista ralvarez@eluniversal.com.co

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