A medida que las librerías sufren el embate de las ventas por correo, apreciamos más las librerías de viejo. En apariencia es un gusto anacrónico o una supervivencia de un pasado del cual algunos no quieren desprenderse. Es apariencia porque en las guaridas de resistencia que son las librerías de viejo se agita una vida de destellos inéditos y aristas sorprendentes. En el laberinto de libros apilados dentro y fuera de los estantes, entre su peculiar olor de papel leído, hay una oposición al vértigo destructivo de la realidad. A esa tiranía de la actualidad que niega huellas y hace de su rauda aparición una conquista del presente. Sólo tenemos eso: lo que pasó y lo único que queda es los que viene, si viene. Además en las librerías de viejo puede suceder el encuentro con el origen de un tiempo, la terca permanencia de una idea, la duración de las palabras escritas, los testimonios de algún lector, y las divertidas dedicatorias de autor que un día cambian de manos o de corazón. Había creído, por la presencia de siglos que implica el trato con libros de variadas edades, que el oficio de librero de viejos estaba reservado a veteranos de largos años. Lo supuse hasta que visité San Librario. Es un local pequeño que perteneció a una las casas de estilo inglés que levantaron con ladrillos y tejas rojas en algunos barrios de Bogotá D.C. La regentan dos jóvenes de sensibilidad y afilada intuición: Álvaro Castillo y un descendiente de Cartagena de Indias, Camilo Delgado. Con las ambiciones de la edad, Álvaro y Camilo, además de haber afinado la brújula de lectores en la intimidad con los libros, de recorrer ferias, de escarbar bibliotecas, han creado un sello de impresión noble y autores escogidos. Están Nicolás Suescún, Francia Goenaga, Juan F Robledo, Fernández Retamar, Cintio Vitier, Eligio García Márquez, Patricia Iriarte, Rojas Herazo. Este año han iniciado la colección de San Librario con una compilación de artículos, ensayos, y reportajes de Arnoldo Palacios. Su título: Cuando yo empezaba. Es un libro que entrega el placer de los textos de un buen escritor, su humor contagioso y ayuda a situar la obra y al narrador de Las estrellas son negras y La selva y la lluvia. La escogencia, la introducción, el ordenamiento de los materiales que hace Castillo, ofrecen pistas sobre la vocación, las realizaciones y la mirada de su época y su país que puede mostrar un novelista. Arriaga Andrade por Palacios es memorable. Los libros de Palacios estaban extraviados en el olvido y la ausencia crítica de la literatura colombiana. Del Chocó atascado viajó a Bogotá impedido por una parálisis que disminuía sus movimientos. Publicó la primera novela en 1949 después de reconstruirla de las cenizas de abril de 1948. La solidaridad de Manuel Zapata Olivella, la fe de Clemente Airó y la complicidad de Alipio Jaramillo editaron Las estrellas son negras. Arnoldo se fue a Francia. La de entonces: libertad, igualdad, fraternidad. Allá se quedó. En sus viajes de renovación de vínculos la universidad del Valle le ha publicado A la búsqueda de mi madre de Dios y nuestra librería de viejo el precioso itinerario de su vocación literaria. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com
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