Columna


Vergüenza y violencia

NADIA CELIS SALGADO

14 de junio de 2010 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

14 de junio de 2010 12:00 AM

En la incompleta historia de los sentimientos humanos, que tantas páginas ha gastado en el deseo, el amor y el odio, el miedo o la culpa, poco se ha dicho de la vergüenza. ¿Cuánto callamos y aceptamos por vergüenza? Saber quién la siente y quién la hace sentir, por qué y para qué, es clave para entender tanto los sentimientos que abrigamos y escondemos sobre nosotros mismos como nuestras relaciones sociales. La vergüenza es un mecanismo de control, sirve para poner a la gente “en su lugar”, premiando y sancionando a quienes se ajusten o no. Si bien previene que andemos exhibiendo nuestras “vergüenzas”, no es imparcial; responde a moralidades acomodaticias, a quién y cómo se hace qué. Nótese por ejemplo la facilidad con que se celebra en unos lo que a otras tacha de “sinvergüenzas”. El temor a exponernos garantiza nuestra aceptación de las jerarquías entre hombres y mujeres, blancos y negros, ricos y pobres, siendo los primeros más aptos para avergonzar a los otros. A mayor susceptibilidad menor autoestima y capacidad de acción. Educadas para la pasividad, las mujeres solemos volcar esa vergüenza contra nosotras mismas, mientras en los hombres tiende a revertirse en agresión. A falta de oportunidad o coraje para expresarla contra quien la provoca–el jefe que no te escucha, el Estado que no te emplea, el cliente que no te compra- la rabia se cobra contra el o la más débil. De ahí la íntima relación entre vergüenza y violencia. Presa de una enorme vergüenza patria, últimamente he pensado mucho en el poder de este sentimiento, su relación con la marginalidad y con la violencia. He usado antes la metáfora de las relaciones abusivas para explicar la situación del pueblo colombiano ante sus élites y gobernantes. Uno de los efectos a largo plazo para el abusado es la identificación con el abusador, al que termina defendiendo por miedo a perder lo poco que da, convencido de que no se merece nada más que sus sobras y miserias. El abuso tiende a reproducirse. Amenazado su poder y su estima propia, el abusado busca a quien abusar. Así puede explicarse la indolencia de nuestras clases medias, más papistas que el papa cuando se trata de juzgar al pobre, educadas para el silencio y la complicidad con un sistema que maquilla sus ataques con favores baratos o falsas promesas. Pero ese silencio tiene otro origen: la incapacidad para admitir lo que hemos permitido, el sabernos cobardes, incapaces de otro respeto que el impuesto a golpes y, a fuerza de callar, untados hasta el pelo de la bajeza de nuestros dirigentes. Es preferible aplaudirlos y elegirlos de la misma calaña a admitir nuestra vergüenza. Entre los más impotentes la vergüenza puede llevar a la rabia irracional y rebeliones “sin causa”. Hablo no de la violencia organizada por quienes devengan de la guerra, sino de la que crece en las ciudades, la de pandillas, ladrones, asesinos con o sin sueldo. Se equivocan los expertos al buscar el origen de esa violencia en sus actores marginales. El monstruo nace del gesto más sutil del poderoso, de quien instituye y asegura su dominio negándole recursos, educación, dignidad a los otros. Esos desvergonzados son y seguirán siendo los más violentos pues su poder depende de la violencia que engendran. *Profesora e investigadora nadia.celis@gmail.com

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