En Estados Unidos, las autoridades públicas y la ciudadanía libran un debate intenso sobre si debe juzgarse a los acusados de cometer los atentados del 11 de septiembre en Cortes Federales, en territorio estadounidense, o si por el contrario lo adecuado es procesarlos en tribunales militares de excepción. El Fiscal General, Eric Holder, anunció que los cinco acusados serán juzgados en una Corte de Nueva York, y que pedirá la pena de muerte. Las asociaciones de víctimas del 11 de septiembre respondieron a la decisión del Fiscal con indignación y vehemencia. Para ellos, llevar a Nueva York a los responsables de los atentados aumentaría las probabilidades de nuevas acciones terroristas, y le abriría la posibilidad a Khalid Mohammed –cerebro del ataque a las torres gemelas- de convertirse en un mártir para los suyos y de convocar en juicio público a la jihad (guerra santa) contra los EE.UU. Los tribunales militares fueron creados por el gobierno Bush para enfrentar el terrorismo. La legislación excepcional establecida para ellos –distinta a las normas procedimentales de las Cortes Federales- se justificó en su momento en que los destinatarios de esa jurisdicción no serían ciudadanos estadounidenses, y que las personas que estos tribunales juzgarían no serían capturadas en guerras de tipo convencional, sino en conflictos irregulares. Esos procedimientos, que rigieron hasta mediados de 2008, permitían la coacción para obtener la prueba, el ocultamiento del material probatorio al acusado, y la detención indefinida sin previa formulación de cargos. Se exigía, además, un sitio de reclusión extraterritorial: la cárcel de Guantánamo. La pregunta que subyace en este debate es la siguiente: ¿es legítimo que los Estados democráticos adopten mecanismos de represión y juzgamiento distintos de los previstos en sus legislaciones internas para conjurar una amenaza y preservar la integridad de sus ciudadanos? La respuesta es negativa. Primero, porque aplicar normas penales diferentes a personas que cometieron los mismos delitos, según se trate de nacionales o extranjeros, es una distinción injustificada: dar un tratamiento desigual a los delincuentes por el simple hecho de tener una nacionalidad u origen disímil. Segundo, el diseño de un procedimiento de juzgamiento menos garantista para los extranjeros que delinquen en el territorio de un Estado, y su confinamiento en lugares en los cuales no rigen las mismas normas de reclusión, tiene sabor chauvinista: no importan los derechos de los extranjeros para preservar la cultura y los valores nacionales. Además, constituye un reconocimiento tácito de que el sistema jurídico y penal no está en capacidad de contener a las grandes empresas criminales, enviándose así el mensaje a los nacionales de que sus libertades y derechos subjetivos no pueden ser garantizados por las vías institucionales: que su protección requiere de la vulneración de los derechos de quienes no pertenecen a la comunidad política. La decisión del Fiscal Holder es correcta. Contrario a lo que creen sus opositores, cuando se respetan los derechos de los procesados se legitima y robustece la democracia. Desestimar esta verdad, explica en parte el descrédito y aislamiento que al final de sus días padeció el gobierno de Bush. *Abogado y periodista tiradojorge@hotmail.com
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