Hace días se cumplieron diez años de la muerte de Sofronín Martínez. Sofro, para los que saben y para los que no, fue un bolerista colosal que nació en Pasacaballos y fecundó su interpretación musical en Cartagena de Indias. Es una de esas estampas de la bohemia sabrosa y febril que en esta ciudad suele estar salpicada por una dualidad: la convivencia de lo engalanado tipo jet set, con las expresiones de lo más autónomo y local. Sofro era un espíritu capaz de converger en ambas dimensiones, sin esfuerzos y con dos herramientas: una guitarra y mucho sentimiento. Era célebre entre los personajes de alcurnia y al tiempo, un hombre sencillo, cantor, figura de una de las épocas más luminosas de la tertulia cartagenera. Al menos, uno de los frutos más limpios de estos predios lavados por el sabor y el salitre. Las pocas piezas de su vida, ingratamente deslavadas y escasamente exploradas, revelan que Sofro provenía de una parentela de músicos. Su padre tocaba el tiple. Sus hermanas se incorporaron precozmente con él en la creación musical. El resto de sus integraciones a la vida como músico profesional son opacadas por el brío que le hizo célebre en un lugar muy recordado: una taberna de callecita céntrica, bañada en luces adormiladas y amarillentas, con un amplio mostrador en madera. El lugar, como muchos recordarán, se llamaba La Quemada. Ese rincón ínfimo era el escenario de uno de los intérpretes más singulares que ha arrojado esta matriz que en cuanto a música, siempre es señalada por la elocuencia y virtud de sus hijos musicales. La clave de Sofro es que en su ánimo siempre interpretativo, relucía con recurrencia su desgano por la composición. Su manera de cantar no sobresale por la excelencia técnica. Sofro interpretó piezas titánicas del bolero americano, y sin embargo no era un virtuoso. Al menos no en el sentido estrecho de la rigurosidad. Es un rasgo que comparte con otro gigante de su linaje: Bola de Nieve. La voz de Sofro era alta y empañada, ligeramente nasal, honda, tibia. El rasgueo peculiar de su guitarra tiene tintes de palmera serpenteando en la brisa decembrina y de añoranza incrustada en la clavícula. También tiene la ronquera de lo etílico, el fervor de la noche, la suavidad del oleaje. Lo suyo se llama literal y metafóricamente “feeling”. De allí, tal vez, que los logros de su interpretación hayan estado caracterizados por la posibilidad de sentir sin filtros ni temor, de cantar sin destrezas laboriosas. La magia de Sofro es haber podido interpretar ese género efervescente y texturado que le cantó al amor, al dulzor, al desconsuelo, la nostalgia que rasga los miembros del alma, el enamoramiento que vivifica con estupor, y que supo, sobre todas las cosas, nombrar con acierto y sonidos magníficos toda la gama de sentimientos que se yerguen en el corazón humano. El Caribe es un lugar lleno de fantasmas. Pueden ser quimeras que pertenecen al terreno físico o sentimientos que nos erosionan. Esas extrañas presencias colman lo añejo de los cementos callejeros, las luces vespertinas que arrastran la memoria invisible de corsarios, demonios, y cristianos socavados en el fondo de la bahía. Son nuestro lado nostálgico, cargado de tiempo. Pero los espectros pueden ser también benignos. Sofro es un fantasma cartagenero. Su presencia nos ronda porque a él le pertenece la capacidad de haber teñido el bolero de estirpe cartagenera. Salud a su inmenso recuerdo. *Historiadora, periodista y escritora.
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