Editorial


Atentado contra la calidad de vida

Por algún motivo en Cartagena crece la agresión del ruido de manera exponencial, no solo aquel que podría considerarse normal en una ciudad que crece geométricamente y cuyo parque automotor aumenta de igual manera, sino un ruido inducido por parlantes innecesarios y acosadores, que se multiplican muchísimo más rápidamente que la capacidad de las autoridades para controlarlos.

El Establecimiento Público Ambiental (EPA) podría probablemente triplicar su personal solo para tratar de controlar el ruido en Cartagena y le quedaría faltando gente, porque el mal es epidémico. Comienza desde muy temprano en la mañana con los pitos ubicuos e insistentes de las mototaxis, que se lo suenan a todo bípedo a su alcance para por si acaso necesita una carrera a algún sitio.

Casi los igualan en frecuencia, pero superan en volumen, los pitos de los taxis “zapaticos” haciendo de colectivos, servicio tan ilegal pero tan permitido como el de las mototaxis y los viejos camperos que trastean gente de modo precario. Estos zapaticos también tocan pito de manera continua y desconsiderada durante todo el día.

Punto y aparte son las cornetas de las busetas, la mayoría de las cuales son ensordecedoras. Gracias a Dios por Transcaribe, que terminará con parte de esta cacofonía al absorber pasajeros que quieren ser tratados como seres humanos.

No se salvan los peatones en muchas áreas comerciales de la ciudad, en donde recurren a “música” y perifoneo agresivo; ambos se mofan de todas las normas ambientales y por supuesto, del EPA. Y frente al Centro de Convenciones hay un local que toca música amplificada en vivo sobre la acera, y sigue haciéndolo como si nada.

Y como si fueran poca cosa los picós, ahora tenemos los ‘bares de altura’, usualmente en segundos y terceros pisos, cuando no en azoteas, que le imponen no solo a su clientela, sino al resto de la vecindad, la música de su gusto y al volumen de su preferencia, es decir, alto y estridente. No importa que algún vecino o turista quiera dormir, descansar, o gozar del silencio de su casa u hotel, tiene que ‘chuparse’ la música que le imponen estos nuevos infractores no solo de las normas ambientales, sino de la buena educación.

Hay personas en la industria de servicios con la creencia errada de que atender al turismo lleva implícita una licencia para hacer lo que se les venga en gana, y eso termina atentando precisamente contra la calidad del destino turístico, que debería aspirar a unos visitantes pudientes y gastadores, que usualmente son de edad media y que terminan espantados por el ruido ubicuo y excesivo.

Este no es un servicio turístico, sino un atentado contra la industria y contra la calidad de vida de los cartageneros. Unos pocos desconsiderados no pueden seguir imponiéndole su ruido a la población.

Este no es un servicio turístico, sino un atentado contra la industria y contra la tranquilidad de los ciudadanos cartageneros (...)

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