En los climas ardientes como el del Caribe el calor, sumado a la humedad, pueden ser desesperantes y en muchos casos la única salvación contra su ardor y ahogo es la sombra.
Los patios de las casas pueblerinas y campesinas del Caribe colombiano ya son legendarios: son el sitio de reunión y suele estar allí un ranchón con un fogón elevado, usualmente llamado “hornilla”, que funciona con carbón o con leña, sin que eso impida que haya otro en el piso, aunque sea móvil y conste de tres o cuatro piedras entre las cuales se mete la leña y sobre las que se pone la olla, casi siempre de sancocho o para hacer un lote de bollos de mazorca en la época en que el maíz está verde.
Y mientras las viandas se cuecen, los taburetes se recostarán a los horcones del rancho, ya convertido simultáneamente en cocina y en sala de recibo. La cocina suele estar “en canillas”, es decir, sobre horcones desnudos y sin paredes, por lo que será mucho más fresca que la casa aunque esta también tenga techo de palma, y con mucha más razón si lo tiene de láminas de zinc o de asbestos.
Y si el humo y el calor molestan en la cocina pajiza, los taburetes pasarán a la sombra de los árboles del patio, preferiblemente uno de mango, o se correrán a la pared de la casa bajo el alar opuesto al resplandor del sol.
Los patios ocupan un lugar importante en la literatura del Caribe colombiano en casi todos sus autores, incluyendo a Rojas Erazo y al propio García Márquez, y tampoco escapa a la obra de Cristo García Tapia, prosa o poesía, en la que el “patio de mamá” es en realidad el corazón del autor, quizá el origen de sus recuerdos y el refugio de sus melancolías.
En las ciudades los automóviles se aparcarán en el lado fresco de la calle, y en el campo los caballos y burros se amarrarán bajo una sombra para que no ardan sus monturas, aunque de unos años para acá la cabalgadura preferida sea una motocicleta, a la que tampoco se le dejará calentar el asiento.
Y en las calles de la ciudad la gente escoge para caminar la acera con sombra y desecha a la que le pega el sol.
El paradigma de la sombra está arraigado en el alma del ser caribe, pero con la incongruencia de que sembrar árboles no está en su ADN y crear la penumbra de hojas casi siempre está delegado en un tercero, desconocido o no, que tendrá la generosidad para hacerlo. También es una incongruencia amar la sombra y no cuidar los árboles que la dan, especialmente si tienen el infortunio de estar en el espacio público o peor, si tienen alguna fruta, cuando romper sus ramas se considerará normal, y más si el árbol es ajeno.
El paradigma de la sombra tiene un lado más oscuro, y es que atenta contra la movilidad urbana. Si hay una sombra varios metros antes de un semáforo, los conductores esperarán allí el cambio de luz, sin importar el trancón que arman. Cosa igual hacen los enjambres de motociclistas.
Ahora que el sector privado adoptará parques en convenio con el Distrito, el paradigma caribe de la sombra debería tener más patrocinadores, y también muchos más beneficiarios.
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