Editorial


Entre lo urgente y lo importante

Hace diez años, un catedrático de la Universidad de Cartagena definió la ciudad como una mezcolanza entre vida cotidiana, conflicto social, desorganización y fiesta, una descripción cuya certera simpleza no ha variado mucho en la última década, aunque hay muchos ciudadanos que han entregado todos sus esfuerzos en potenciar los recursos que nos hacen esperanzadoramente prósperos.

Enfrascados en ese caótico frenesí del día a día, gastando sus energías en sobreponerse a las molestias urbanas crecientes y desembocando siempre en la anarquía, los habitantes de Cartagena tienen muchas dificultades para no sucumbir a los efectos demoledores del conflicto social, y la única estrategia para mitigarlos parece ser la fiesta, el olvido de la trágica realidad en la música distractora, el baile y el licor, que sólo consigue profundizar esa fractura social, incrementando y agravando el conflicto.

Basta una mirada superficial a las condiciones económicas, políticas y sociales de la ciudad, la expansión de sus territorios de pobreza, los problemas de la vida diaria de sus habitantes y la forma en que se relacionan en ese contexto, para darse cuenta que los cuatro componentes citados aparecen dirigiendo la marcha de la ciudad.

En lo cotidiano está la esencia misma de Cartagena, como en cierta forma lo está en otras ciudades, sólo que aquí la cotidianidad impide la planeación previsora, de manera que en los últimos tiempos nos la hemos pasado en un eterno presente, enfrentando los problemas cuando ya son de una dimensión enorme y gastando recursos y tiempo en apagar incendios.

El único proyecto público de ciudad que se ha encarado a largo plazo con metas ligeramente concretas es Transcaribe, y sus constantes aplazamientos hacen pensar a los habitantes de Cartagena que será una sinfonía inconclusa.

Algunas cosas indispensables para subsistir y tener una mínima comodidad, como la energía, la recolección de basura y el sistema de transporte colectivo, se convirtieron en una colección de asuntos diarios, a los que el ciudadano le dedica casi todo su tiempo, porque le proporcionan más dolores de cabeza que satisfacciones.

Sería lógico pensar entonces en que basta que una buena Administración distrital mejore estas situaciones defectuosas de manera puntual para que la calidad de vida local mejore ampliamente, pero sigue primando un estilo administrativo profuso en diagnósticos, pero escaso en acciones, incluso las más sencillas y baratas.

Por eso la calidad de vida se resiente, y aparece la inconformidad, traducida en protesta social (no toda ella legítima por cierto), pero que causa a su vez otros martirios urbanos.

Pensando a largo plazo, pero sin dejar de atender y resolver las molestias cotidianas en el tráfico, en los servicios públicos, y ahora especialmente en la falta de seguridad, se le puede exigir al ciudadano un compromiso real con el progreso de Cartagena.

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