Editorial


Espacio público: eterno retorno

EL UNIVERSAL

19 de septiembre de 2016 12:00 AM

Tal parece que la ocupación ilegal del espacio público en Cartagena será siempre una discusión de nunca acabar, tomando en cuenta que en cada Administración Distrital se adoptan decisiones, se ejecutan planes y se recuperan zonas, pero en poco tiempo el problema resurge como la maleza o el insecto que han creado resistencias contra cualquier sustancia que se les aplique.

Pero, más allá de que los sucesivos gobiernos hayan sido descuidados o diligentes en la lucha contra tal manifestación del desorden urbano, lo cierto es que la tendencia a ocupar ilegalmente los espacios colectivos está arraigada en el corazón y la conciencia no solo del ciudadano raso, pues el asunto parece no tener estrato ni condición intelectual. Al parecer, se trata de otra de las manifestaciones del oportunismo y del individualismo que nos caracterizan.

No pensar en el bienestar colectivo, hacer énfasis en la consecución del beneficio personal por cualesquiera de las opciones del facilismo, trae resultantes como esa de apropiarse de una zona verde para montar talleres, cocinas o cantinas; o adueñarse (con sillas, mesas o vitrinas) de una andén o una plaza,  aunque estén en los sitios más exclusivos de la ciudad. 

No tener en los códigos del buen comportamiento social el hacer respetar los bienes colectivos, es uno de esos caminos que facilitan el que simples particulares se sientan con derecho a cercenar los lugares designados por antonomasia a una comunidad.

En ese sentido, no solo tendríamos que preguntarnos el porqué a las autoridades parece costarles demasiado trabajo hacer que el cartagenero respete el espacio público, sino también ahondar en el porqué ese mismo ciudadano permite que cualquier vecino se apropie de una acera o de una cancha deportiva en las narices de todo un barrio.

La naturaleza barrial es, por lo general, un hervidero de personas que caminan, interactúan, se retroalimentan y absorben el entorno con la misma facilidad conque respiran, pero a la hora de tomar acciones para detener la invasión del espacio público parece que esas características se esfumaran de la conciencia y de la mirada de la gente.

En más de una ocasión todos han visto cuando el invasor colocó, en la zona verde o en la acera, el primer banquillo y la primera mesa, pero de la misma forma ninguno se sintió obligado a impedir que la ocupación continuara, en una mezcla de ignorancia e indiferencia, que solo se rompe cuando alguien se siente directamente afectado por la toma arbitraria que se esté ejecutando en las barbas de todo un conglomerado.

Por tanta falta de pertenencia y de amor por la ciudad, estamos hastiados de ver las que pudieron ser hermosas zonas recreativas y familiares convertidas en talleres, en parqueaderos o insalubres expendios de comidas.

Por causa del individualismo y la comodidad, los que podrían convertirse en valiosos pulmones verdes se transforman, ante nuestros ojos, en basureros o refugios de bandidos y drogadictos sin que la fuerza comunitaria se atreva a mover un dedo por cambiar la situación.

Ese dedo y esa fuerza comunitaria solo se mueven para lanzar improperios contra las autoridades, pues si algo caracteriza al habitante sin sentido de pertenencia es creer que sus derechos son superiores a sus obligaciones.
 

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