Editorial


La guerra contra Uber

Uber es un servicio declarado ilegal y es cada vez más perseguido por el estado colombiano. La situación es tan seria que El Tiempo de ayer titulaba en primera página “Así va la guerra en contra de Uber en 5 capitales”.

El gobierno anunció que este año han sido inmovilizados más de 5000 vehículos que trabajan con esa plataforma, además de que el servicio causa bloqueos por parte de los taxistas legales, y además han sido agredidos por estos los conductores de Uber y hasta terceros no relacionados. La Superintendencia de Puertos y Transportes sancionó hace tres días a Uber con una multa de 344 millones de pesos y amenaza con ponerle multas iguales y consecutivas si la plataforma no se rige por la ley colombiana. Es obvio que Uber debe acogerse a la ley porque no se puede permitir un servicio ilegal en Colombia.

Pero dicho eso, también es absurdo ilegalizar un servicio excelente como el de la plataforma tecnológica de Uber para obligar a los usuarios a usar un sistema pésimo en comparación, como es el de los taxis comunes y corrientes. ¿Por qué el Estado premia ese servicio desatento y peligroso, e irrespeta a los colombianos, privándolos de un derecho a un transporte digno? Eso como si el gobierno colombiano obligara a los consumidores a comprar un producto de mala calidad, por ejemplo camisas mal hechas, cuando por igual o menos dinero consigue unas muchísimo mejores, de buena calidad y acabado.

Lo que debería hacer el gobierno es penalizar el mal servicio de los taxistas comunes y corrientes y presionarlos para que igualen o mejoren al servicio de la plataforma Uber. No estamos hablando de establecer servicios de lujo en los que el cliente debe pagar más, sino de que el servicio básico de los taxis amarillos debería ser excelente y no por eso costar más. Prestar un servicio excelente es su obligación, y no una opción.

Es normal en Cartagena y en las demás ciudades del país que los taxistas se nieguen a hacer carreras a sitios que no les gustan, o que se rehusen a llevar personas con discapacidad física cuando tienen una silla de ruedas, además de cometer muchísimos abusos más en el trato con su clientela. El pasajero, como sucede en las antiguas busetas que aún circulan por Cartagena, es sometido a programas de música o de noticias de la preferencia del conductor, y al volumen que a este le parezca mejor. La mayoría baja el volumen solo cuando se lo solicita el pasajero, pero lo correcto sería que al embarcarse no hubiera ninguna emisora puesta, sino que el conductor debería preguntarle al pasajero -en ese momento el ‘dueño’ del auto durante el trayecto que pagará -qué le provoca oír, o no oír.

Está bien que un servicio ilegal no pueda operar, pero está muy mal ilegalizar un servicio excelente para obligar a la gente a usar uno pésimo. Si esto pasara en el resto de los sectores, el país quebraría al día siguiente.

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