Editorial


Las Fiestas de Independencia

Faltan dos meses para las Fiestas de Independencia y muchos hacen planes para pasar ese largo período fuera de la ciudad por dos razones principales: lo extenso de la temporada festiva y los desordenados –por no decir agresivos– modos de disfrutarlas.

A pesar de las necesidades de sus gentes, en Cartagena la época novembrina saca a relucir una característica peculiar de una parte de sus habitantes: al parecer muchos –demasiados- pretenden vivir sólo de ocio y de fiesta, cuando las necesidades apremian.

No de otra manera se explica el prolongado período de relajamiento –de relajo, dirían los de más avanzada edad-, ya que cada año hay un día más de pausa en la actividad laboral y productiva. Este año, de nuevo, los preludios despuntaron muy temprano y hay quienes se sienten ya en el clima carnestoléndico, que implica dejarlo todo para después y no hablar sino de reinas, bailes y cabildos.

En noviembre, dos puentes feriados y dos días festivos establecidos por decreto, construyen una interminable sucesión de bailes, borracheras y algún desenfreno, cuyas proyecciones sociales no son benéficas, al menos no en la forma como volvieron a organizarse desde hace dos años las Fiestas de la Independencia.

Es el período festivo más extenso en Colombia, que con el pretexto de recordar nuestra emancipación de España, se despliega en un conjunto de actividades cuya principal característica es el letargo laboral y las celebraciones largas, plenas de ruido y de indolencia, poco creativas y sin lograr la convocatoria popular que apenas empezaba a construirse tras largos años de un rescate cimentado en la historia y no en la irresponsabilidad.

Las fiestas populares deberían rescatarse a plenitud en su tradición histórica, enriquecida con las manifestaciones culturales modernas, con mecanismos de participación que unan a los habitantes de los barrios en proyectos comunes y edificantes. Tal cosa se estuvo haciendo durante varias administraciones, pero tan laudable propósito murió con el término del gobierno de Judith Pinedo, pues de ahí en adelante se dejaron abandonadas todas las iniciativas que buscaban convertir las Fiestas de Independencia en un proyecto colectivo.

Es inaudito que se mantengan tantos días de fiesta sin justificación y en lugar de enriquecerse con manifestaciones de la tradición cultural, se limiten simplemente a calles pobladas de irrespetuosos pintarrajeados que exigen dinero a cambio de no ensuciar al transeúnte o de vándalos que arrojan agua y harina, y pretenden incorporar a su forma de “fiesta” a todo el mundo, sin respetar su decisión de huir de la francachela.

Es preciso que las fiestas novembrinas sean un tejido de aconteceres culturales en que la mente de residentes y visitantes se enriquezca, se fortalezca el ánimo patriótico y se enaltezcan los valores del espíritu, como se había empezando a lograr con un proceso participativo y serio.

Persistir en la vieja algarabía intolerable y en el vandalismo legitimado de otros tiempos por una falseada costumbre “tradicional” deteriora más a Cartagena.

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