Editorial


Linchamientos

La semana pasada un presunto delincuente fue linchado en el barrio Los Caracoles. Una turba lo acusaba de haber atracado a una ciudadana.

El video de la barbarie fue exhibido con insistencia en las redes sociales, las cuales se llenaron de comentarios, la mayoría aprobando ese desafuero.

Estos actos son reprobables desde todo punto de vista, pues se supone que para castigar a quienes violenten el orden público están los organismos de justicia, que, a su vez, marchan regidos por una serie de normas que no les permiten sancionar a un sindicado hasta no demostrarle, con suficientes pruebas, la realidad de su falta.

Pero más allá de que un procedimiento como el descrito sea o no aprobado por la opinión pública, conviene tener muy claro que cuando el ciudadano decide tomar la ley por su mano, algo está fallando no solo en el engranaje de la seguridad que debe proteger a su conglomerado, sino también en el funcionamiento de ese mismo aparato coexistencial.

Cuando se presenta una situación como esa, la conclusión más cercana es que la inseguridad está desbordada y los organismos encargados de velar por su buen sostenimiento carecen de brazos suficientes para contrarrestar las anormalidades.

Al mismo tiempo, y en el caso de Cartagena, la lista de valores morales y sociales que en el pasado compartían los ciudadanos terminó trastocada por los altos niveles de pobreza y los incontrolables deseos de prosperidad material, pues se ha comprobado que algunos de los jóvenes que se lanzan a la desventura del atraco y el fleteo pertenecen a familias de cómodos estratos donde se creería que no está justificada la delincuencia.

De otro lado están los ciudadanos que consideran indignante el que un forajido sea capturado y entregado a los entes de justicia y a las pocas horas esté nuevamente libre, como si el haber atentado contra los bienes y la vida  de una persona no fueran argumentos suficientes para mantenerlo encerrado por un largo rato.

El ciudadano raso decide tomar la ley por su mano motivado por dos factores: el asedio de facinerosos que no tendrán inconvenientes en hacerle daño, o quitarle la vida, solo por despojarlo de un teléfono celular; y la falta de confianza en un sistema judicial cada vez más relajado en sus consideraciones con quienes quebranten el orden público.

El asunto no es de poca monta, dado que, de prosperar la opción de los linchamientos, no es descartable que en cualquier momento una turba termine “ajusticiando” a gente inocente, sobre todo en momentos en donde están presentes el alcohol y demás sustancias alteradoras del comportamiento humano.
 

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