Editorial


Lo que se veía venir

Se dijo hasta la saciedad que la sensación de inseguridad reciente en Cartagena se basó en los hechos de orden público en sus zonas de alta visibilidad, como el incidente del supuesto atentado a un reo con casa por cárcel.

La exposición mediática de esos mismos hechos hizo que resurgieran inevitables frases como “la ciudad está en crisis” y “las autoridades tienen que hacer algo”. Pero lo cierto es que Cartagena lleva muchos años en esa misma crisis, sin que, al parecer, las autoridades hayan encontrado por fin la fórmula para que las cosas marchen por el cauce correcto.

Como casi siempre, esta vez también se habló de aumentar el pie de fuerza policial, de limitar la circulación de las motocicletas o de militarizar las zonas con mucha delincuencia, lo cual no estaría mal si se practicara de manera permanente y con todo el rigor que la situación exige.

Pero mucho más importante aún es que se vuelva la mirada hacia una de las causas principales de esos desmanes, que no es otra (como todos sabemos) que la creciente corrupción, que ya se volvió normal en el sentido de que casi todo el mundo la acepta y la practica hasta el punto de la inconsciencia más vergonzante, y se oye decir que tal funcionario “roba pero hace”.

Tal vez este sea el momento de descartar las frases más alarmistas y de apostarle a la educación de las nuevas generaciones y desarrollar su sentido de pertenencia, la cultura ciudadana y el respeto por los dineros públicos, cuya procedencia no es otra que el agotador esfuerzo de comunidades de medianos y modestos recursos que hacen todo lo posible por cumplirle honestamente al Estado.

A lo mejor es esta la oportunidad histórica de revisar y endurecer las sanciones para quienes incurran en el saqueo de los bienes estatales, tanto desde los sectores públicos como privados, pues es claro que sus malas acciones son, en gran medida, el origen de la proliferación de la pobreza, la falta de oportunidades y la deshumanización de quienes no tienen inconvenientes en descargar un arma de fuego contra gente indefensa sólo por despojarla de un teléfono celular.

No se debe tratar de justificar los demenciales procedimientos de delincuentes que llevan años acomodados en la zona de confort de sus modus vivendi, pero también es cierto que una clase gubernamental y privada enfocada al cien por ciento en lograr el bienestar colectivo (antes que en satisfacer intereses particulares), cada una por sus medios naturales, terminaría por reducir considerablemente las posibilidades de que sus conciudadanos cambien los libros y las herramientas de trabajo por porciones de drogas o por armas de fabricación casera.

Es muy probable que haya llegado el momento de determinar cómo equilibrar la atención estatal entre una población que cada vez crece más desordenadamente y una industria turística creadora de un paraíso caribeño que existe para pocas personas, aunque lo comparten cada vez más las clases populares de Cartagena mediante el turismo social y local promovido por el sector a través de Corpoturismo.

Estamos a tiempo de desterrar de nuestros subconscientes la indiferencia y las pretensiones, si de verdad deseamos que Cartagena se transforme en un vividero digno, en donde lo primero sea el ciudadano.

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