Editorial


Todos lo hacen

No importa cuántas semanas han transcurrido desde el día en que un conductor de busetas casi que secuestró a una pasajera, porque esta no quiso aceptar un transbordo que él propuso para no tener que llegar al Centro Histórico, y porque tenía que llevar su vehículo al taller.

Lo importante aquí es traer a colación la frase que el chofer expresó cuando la pasajera le advirtió que llamaría a las autoridades para que lo metieran en cintura: “Estás perdiendo tu tiempo, todo el mundo hace eso”, dijo cínicamente, como si se tratara de la cosa más natural del mundo.

Pero lo peor es que tal vez se hubiese desternillado de la risa si alguien le hubiera dicho que con esa frase acababa de aludir a una de las columnas vertebrales de la corrupción: “todo el mundo lo hace”, enunciado que mucha gente pronuncia, casi que inconscientemente, cuando se trata de solucionar un problema por las vías menos indicadas.

Esta vez se trató de un busetero, pero el hacer uso de esa consigna nada tiene que ver con la formación académica, con el estrato social o con las condiciones económicas de quien la emite, sino con las nociones de ética que cada cual recibe en su proceso de crianza, primero; y en el ambiente en el que interactúa, después.

Decir y aceptar que “todo el mundo lo hace” es, indiscutiblemente, una de las razones por las cuales las infracciones terminan por convertirse en “normales”, teniendo como paso siguiente la invisibilización. Es decir, raras veces un ciudadano señala, se opone o denuncia un procedimiento de esos, paralizado por la ignorancia, el miedo o la comodidad.

Una prueba fehaciente fue lo que hizo el resto de pasajeros cuando el conductor “ordenó”, sin ofrecer disculpas, que se bajaran de la buseta y abordaran otra. Todos abandonaron el vehículo sin el menor asomo de indignación, menos la pasajera que llevó el caso hasta las instancias judiciales.

Así las cosas, y de tanto repetir comportamientos anómalos con la seguridad de que nada pasará, las fronteras entre lo “normal” y lo “anormal” terminan confundiéndose hasta el absurdo, pues casos se han visto en los que el ciudadano que se atreve a reclamar, señalar o denunciar termina siendo (para decirlo coloquialmente) el malo de la película.

De manera que es el facilismo del silencio, y el de la distracción intencional, los que se imponen, aunque se sepa a ciencia cierta que aquel funcionario cobró por darle curso rápido a una cuenta; que aquel profesor (a) propuso un intercambio de favores sexuales por notas; o que aquel policía de tránsito “perdonó” infracciones a cambio de alguna “colaboración” monetaria.

Pero no sería del todo justo poner en el tapete únicamente la indiferencia y la permisividad ciudadana ante cualquier caso de corrupción, puesto que se ha comprobado hasta la saciedad que el mismo sistema estatal, con su burocracia y su paquidermia, empuja a que el gobernado se abstenga de denunciar y, por el contrario, termine por integrarse a esa masa de habitantes inconscientes que solo se limitan a hacer las cosas como todo el mundo las hace.

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS