Piedad Córdoba es una mujer arisca y polémica, como solían ser los combatientes de la política. A veces más de lo necesario, esto es, en perjuicio de sí misma cuando viola las reglas que el cálculo y la mamasantería han arraigado en el diario trajín de la vida pública. Piedad no es así de previsiva y rutinaria. Al contrario, es franca y rotunda, desentendida de los trucos y las martingalas.
Por eso tiene tantos malquerientes gratuitos, porque no la conocen ni tienen ojos para escrutar, deshaciéndose de los prejuicios, sus virtudes personales y su noción de la actividad política, un oficio que para ella es, todavía, gimnasia mental y vocación de servicio, como corresponde en una democracia que presenta, sin un solo eco de remordimiento, síntomas inquietantes de una metástasis de la resignación.
Digo todo lo anterior porque yo sí la conozco y sé que, por encima de sus candelazos temperamentales, flotan los pliegues de un alma magnánima y consistente, la que no le reconocen los que dicen, de modo irresponsable, que sus mediaciones para liberar secuestrados son mandados que les hace a las Farc y a los comunistas. Con tamaña ligereza califican la sinceridad de alguien que acopla su conducta a sus ideas, exponiendo la carne y los huesos en sus frecuentes viajes a la selva y a los campamentos guerrilleros.
El escogimiento de Córdoba por parte de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos para confiarle la misión oficial de recibir plagiados, es una forma de admitir y aprovechar la utilidad de sus convicciones liberales, sin la temeridad de satanizarlas. En eso, ambos presidentes trascendieron la mezquindad de sus seguidores para juzgar la labor de La Negra. Poco les ha importado el clasismo discriminatorio de una élite que ni siquiera aprende de sus propios errores.
Pero Piedad Córdoba se ríe de la truculencia con que la tratan en los chocolates de sociedad y en los concilios de sotanas, merced a la libertad e independencia que le otorgan el desarrollo y la urgencia de sus razones, el “incitatus” de los motivos que la inspiran. Ella es consciente de que, sin alardear de heroína ni sentirse el signo femenino del mesianismo, su tarea emerge de los afanes de un orden social en el cual es indispensable revivir el respeto a la vida del individuo y la lealtad a la raza humana.
Los compatriotas que observan con imparcialidad los procesos de liberación de secuestrados, y que son bastantes pero que hablan bajito, aprueban la pertinacia de Piedad por apersonar, con paciencia y sindéresis, el propósito que animó a Colombianos y Colombianas por la Paz, el grupo que la respalda. Y la valoran porque distinguen entre los matices emocionales que puedan tener las ideas de Córdoba y la estructura de su carácter, torneado por el peso y la sustancia de su personalidad. Los resultados hasta ahora vistos, en tres años de esfuerzos y tensiones, de idas y venidas de la incertidumbre a la zozobra, son el mejor testimonio de que no peca de militante peligrosa.
Vivamos para verlo. Si algún día las Farc renuncian a ponerle otra vez conejo al Estado en un eventual diálogo de paz, se lo deberemos, en buena medida, a la fe de Piedad en su patrón de valores y en el trazado de una línea maestra para la solución política del conflicto.
*Columnista y profesor universitario
carvibus@yahoo.es
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