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La gravedad

Había en la clase de física tanto afán por enseñarnos la fuerza de la gravedad, que el profesor abandonaba el tablero y soltaba repentinamente el marcador de sus manos para que cuando golpeara contra el piso todos entendiéramos que el vértigo no era una metafísica abdominal ni la rebelión de las tripas, que el miedo a las alturas se cuantificaba en 9,8 metros por segundo al cuadrado. Entonces mientras mi profesor trazaba un vector rojo sobre el acrílico yo empezaba a comprender el porqué se despeñaban las piedras en la rayuela a mis espaldas, los vasos rotos en la cocina, las raspaduras remotas que hoy son cicatrices sobre mis rodillas. Eran los tiempos en que la educación en el salón convertía todo conocimiento el algo cierto e irrefutable.
Pero me levanto con la alarma del celular, prendo el computador para leer el periódico y me doy cuenta de que la gravedad sólo ha sido una burla de los científicos, una broma implacable de la ciencia. Newton no iba a estar en Colombia para advertir que aquel descubrimiento en el que los objetos siempre aceleran y caen hacia la Tierra son meras ociosidades de la materia. Basta hojear la sección de Sucesos para corroborar que a nadie le pesa la conciencia. Ayer un hombre asesinó a su compañera sentimental y la mano en el puñal se mantuvo ingrávida adentro de la carne. Hace pocos días los grupos de teatro callejero en Bogotá fueron amenazados por su campaña de promoción a los Derechos Humanos, sin embargo los payasos y tamborileros salieron por toda la carrera séptima a morir con el disfraz sobre la piel, el antifaz que por primera vez deja de taparles las caras para mostrarnos su verdadera identidad consagrada al arte.
La gravedad ha cambiado para mí, no es sino una simulación graciosa de las cosas cayendo. Ella y los números sólo dicen la verdad en los exámenes del colegio: ojalá que la igualdad fuera como la muestran los índices per cápita, que las estadísticas llegaran a los terrenos de los olvidados y de los anónimos, que el crecimiento económico estuviera directamente relacionado con aquella mujer en la calle que estira una taza vacía para que se la llenen de monedas. Cómo desearían mis profesores enamorar con cifras elevadas al cubo, que la paz tuviera una fórmula que se escribiera en la libreta después de pasar toda la noche pensando en la ventana. Pero la sociedad resulta más compleja, más rápida que las calculadoras.
Aunque sigan cayéndose las casas de San Francisco, el movimiento parabólico de las trinitarias volándose las paredillas, los soldados en el monte, las balas perdidas, la lluvia súbita de este clima infiel, los actos de corrupción y de los criminales parece que se pensaran con helio. Creo que las únicas cosas que no nos mienten son esas cometas que uno puede ver en el último semáforo de la avenida Santander cuando la buseta dobla la esquina para el Centro, que se alzan sinceramente y no bajan más, como se espera que se muera uno mientras duerme.

*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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