Columna


Reflexiones de una mala turista

NADIA CELIS SALGADO

29 de junio de 2009 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

29 de junio de 2009 12:00 AM

La ventaja del turista típico es la ignorancia –cuando no la ceguera voluntaria-, que permite irte con la imagen de que ese sitio donde fuiste feliz es innatamente alegre, y que los nativos venden y se venden gracias a una congénita consagración a los extranjeros. Habiendo crecido en una ciudad turística, tan dadivosa con el foráneo como mezquina con el propio, que se emperifolla para recibir a los grandes mientras reniega de sus miserias tras el muro, no tengo el privilegio de la ceguera, ni siquiera cuando voy de turista. No obstante, tuve que volver a Kingston y a Río de Janeiro, esta vez con locales, para verles la cara lavada. A Jamaica fui harán diez años con otros costeños en un intercambio. Nos sentimos en casa a pesar del idioma y la isla nos pareció espectacular. Si bien era notoria y tensa la cercanía entre mansiones y tugurios, la única señal de peligro fue la sobreprotección de nuestros anfitriones. Recuerdo haber admirado su hospitalidad y el don de sacarle jugo a todo para el turismo. Un hombre encaramándose en una palma a bajar cocos era un espectáculo turístico. A Río fui el año pasado con amigas e hice lo de rigor, desde admirar el Corcovado hasta bailar samba. Los brasileros se me parecieron a los caribeños en la mezcla racial, la alegría y el ritmo hasta para caminar. Como entre los jamaiquinos, me pareció ver en ellos un orgullo en su negritud cultural que fue una novedad esperanzadora. El peligro estaba, otra vez, en la advertencia constante de lo que no se puede hacer. De regreso a Kingston la violencia se me reveló en barricadas en los barrios, la militarización del centro, el acoso policial al ciudadano corriente, y en la dudosa hospitalidad de algunos en el negocio del turismo, ávidos de exprimir el hambre de exotismo del visitante. En la geografía extraordinaria de Río descubrí también esta vez su trampa. Al pie de los kilómetros de playa se levantan montañas atravesadas por túneles y avenidas, en cuyos valles y costas yacen los barrios de clase media y las zonas turísticas. Montañas arriba, millones de personas habitan las infames favelas. Regidas por el narco de turno, la impotencia del gobierno para controlarlas es hecho admitido por los de abajo, cercados en sus conjuntos electrificados y presos de la paranoia permanente. La gente se queja de la inseguridad y de la “institucionalización de la violencia”, cuyo mejor ejemplo es el de los partidos en Kingston, donde los políticos son dueños de barrios, defendidos en complicidad con bandas locales. Institucional es también la de las favelas, cuyos capos dominan con armas la vida de sus habitantes. Las conversaciones delatan cómo “pobre” empieza a creerse sinónimo de “criminal”. Pero poco se dice del parentesco entre la miseria y esa violencia, o del crimen tras la desigualdad naturalizada por el egoísmo de las élites, o de la victimización por parte y parte del pobre honesto. Pienso en Cartagena, tan parecida en su belleza y sus contradicciones, y leo estas ciudades como aviso de un destino extremo. Tuvo que venir un visitante a mostrárnosla en televisión para que muchos se enteraran de nuestra miseria, y no faltó el ofendido presto a creer que era invento pírrico porque hasta los nativos prefieren la ciudad maquillada. ¿Hasta cuándo iremos de turistas en nuestra propia tierra? nadia_celis@hotmail.com

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