Revista dominical


Berta Abdala, mi madre

EL UNIVERSAL

08 de mayo de 2011 12:01 AM

Don Juan, flaco y calvo, con un mostacho canoso de sultán otomano, era un hombre tierno que cojeaba de la pierna izquierda a causa de una fractura, leía versos, devoraba diccionarios, sembraba uvas en el patio, injertaba árboles exóticos y de noche se quedaba mirando el cielo espléndido del Caribe, contando las estrellas y dándole rienda suelta a su fallida vocación de astrónomo.
Doña Berta, que fue su compañera a lo largo de sesenta años, vivía con los pies sobre la tierra. Tuvo desde joven una carcajada franca que parecía una ensalada de frutas. Se reía con toda la cara. Era hacendosa y piadosa en proporciones iguales. Se pasaba el día entero orando y trabajando al mismo tiempo. Mi madre ha sido, que yo sepa, el único ser humano capaz de rezar el rosario entero, cada mañana de mayo, sin equivocarse en una sola letanía, haciendo piruetas entre una avemaría y dos carajazos, mientras se entendía a gritos en el tenderete de telas y abalorios con su clientela de campesinos risueños que acabaron poniéndola de comadre cada vez que les nacía un nieto. Mi padre, entre tanto, andaba por los corredores de aquella casa solariega, recitando bajo un palo de guayaba, párrafos enteros de Don Quijote o la segunda declinación del verbo haber.
Yo tendría diez años, si acaso, la tarde de sábado en que mi madre me hizo su célebre advertencia.
—Jovencito-dijo, con aire solemne-, usted tiene que aprender a ganarse la vida con su trabajo, porque lo mal habido se lo lleva el diablo.
Al día siguiente, que era domingo de mercado, me levanté a las seis de la mañana para que me parara a ayudarle detrás del mostrador de tablas, más alto que yo, por lo cual no me veían los que estaban al otro lado.
—A sus órdenes-decía yo, que apenas levantaba un palmo del suelo pero que ya para entonces tenía esta horrenda voz de sirena de buque. Los compradores oían aquel gruñido de niño viejo sin saber de dónde salía, y miraban espantados buscándolo en el aire.
Así pasé todos los domingos de mi vida mientras estuve en casa, hasta que me volví un hacha en el arte secreto de regatear el precio de un machete Collins, de pesar una libra de azúcar sin pasarme en dos granos, de cargar un rollo completo de alambre de púas sin que hiriera el hombro, de cortar una yarda de coleta Margarita de Coltejer o un metro de dril Armada que resistía el uso y aguantaba el abuso.
En esas andaba a los veinte años, vendiendo arroz como cacharrero ambulante por los pueblos que dormitan a orillas del río Sinú, cuando me llegó una carta de don Guillermo Cano, el mártir inolvidable, director de El Espectador, ofreciéndome trabajo en su periódico de Bogotá, a causa de una crónica que yo había tenido la osadía de mandarle.
—No voy-dije, con altanería, a la hora del almuerzo-. A mí no me ha perdido nada en Bogotá.
—Déjese de vascuencias-replicó mi madre, desde la cabecera-. Viaje, conozca y pruebe. Por mal que le vaya, vuelve aquí, a seguir haciendo lo que hace.
Se dedicó entonces a darme ánimo, a llenarme de ilusiones y a ponerme en la maleta de madera un pequeño ventilador eléctrico, de plástico verde, porque ni ella ni yo sabíamos que iba para una ciudad helada y lluviosa. Mucho tiempo después mis hermanas me contaron que su entusiasmo no era más que una máscara. El bus de mi compadre Nariz de Lápiz no había acabado de cruzar la última calle polvorienta de San Bernardo del Viento cuando ella se encerró a llorar sin consuelo en el baño, el lugar en el que más tiempo pasaría en su vida. Era la primera vez que la familia se separaba. Sería la única. Salió al tercer día, con el mismo aire enérgico que ponía siempre que se desahogaba, y dijo a quien quisiera oírle:
—Yo sé que le irá bien. Puede  que él sea muy loco, pero no es muy bruto.
En cierta ocasión, cuando ya mi madre había enviudado y vivía sus últimos años en Barranquilla, dedicada a la crianza del jardín y la malacrianza de las nietas y a peinar una hermosa mata de pelo blanco que le brillaba con el sol, mi novia y yo fuimos a visitarla por un fin de semana. Pasaba largas horas en el mecedor de mimbre, frente al Corazón de Jesús, en el corredor de las buganvilias, rezando novenas a cada santo en particular y musitando jaculatorias con los labios entreabiertos. Me recordaba a un conejito comiendo. Mi compañera, asombrada de tanta religiosidad, me propuso una travesura terrible.
—Digámosle a tu madre que nos vamos a casar por lo civil.
—Ni se te ocurra-le advertí-. La vas a matar de un infarto.
Me escondí detrás de las cortinas para oír la conversación.
—Suegrita-le dijo Margot, tomándole una mano y sentándose a su lado-. Juan y yo queremos decirle que nos vamos a casar, pero en un juzgado, por las leyes civiles.
Doña Berta interrumpió las plegarias, besó la cruz de su rosario, la miró con la dulzura de sus ojos claros, que parecían acabados de lavar a pesar de la vejez, y le sonrió con suavidad.
—Mijita-le contestó-. Con tal de que sean felices, aunque sea pecado.
Margot se quedó petrificada, le dio un beso en la frente y vino hacia mí.
—Si algún día nos casamos- me dijo a punto de llorar-será en una iglesia.
Ese día aprendí lo que es el amor. Me lo enseñó mi madre. De manera que la tarde en que la llevamos al cementerio para enterrarla al lado de su marido, con el propósito de que ni la muerte pudiera separarlos, me negué a verla exánime en el ataúd. Ese cadáver pálido no era de Doña Berta. Prefiero recordarla pujante y recia, dejando por donde pasara una fragancia de agua fresca, de aljibe, con la que se bañaba cuatro veces al día, y dándome la lección que me legó por herencia: que el ingrediente más sabroso del pan que te comes, no es la harina con la que lo hicieron, sino el sudor con que lo ganaste.


* Texto publicado por Juan Gossaín en mayo de 2008 en la revistya Diners.

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