Revista dominical


Caribe Plaza: Ese barrio ficticio

En 2001, la escritora, economista política y periodista Naomi Klein, publicó el libro No logo: El poder de las marcas. La obra es un ensayo crítico y reflexivo en contra de las grades marcas, sus métodos de crecimiento y sus estrategias para captar un mayor número de consumidores.

En 2003, No logo fue llevado al cine a manera de documental. En la cinta, la propia Naomi narra cómo desde finales del siglo XX, las grandes marcas, estilo Nike, Mc Donalds o Tommy Hilfiguer, un día dejaron de vender un producto, para empezar a comercializar un estilo de vida y, en el proceso, terminaron adueñándose del espacio público, al tiempo que dieron origen a nuevas formas de explotación laboral, imponiendo una dinámica capitalista en la que lo único que importa es que las marcas puedan impactarnos a todos y estar en todas partes.
Una de las ideas de No Logo se centra en exponer que, por cuenta de las estrategias de mercadeo, cada vez contamos con menos lugares para relacionarnos como ciudadanos y no como consumidores. Para Naomi, poco a poco las grandes marcas han invadido la esfera de lo público, al punto de dejarnos sin espacios en los que podamos decidir libremente no estar expuestos a algún tipo de anuncio publicitario. Este fenómeno, bautizado por la autora canadiense como bombardeo de marcas, incide de manera directa en la noción de democracia, advirtiendo que cuando se pierden los lugares de reunión libre, cuando la idea de lo público se desvanece, las posibilidades de decisión también se desdibujan.
Según se desprende del libro y del documental, el ejemplo más patente de lo anterior sería el centro comercial. Un lugar diseñado para imitar el vecindario, decorado con fuentes, bancas y farolas, que dan la idea de un espacio de libre tránsito, pero que, en últimas, resulta el epítome de la privatización. Esta idea de que las marcas y sus feroces estrategias de mercado han invadido nuestras vidas, es incluso verificable en una ciudad del tercer mundo como Cartagena, en la que, gradualmente, la vida del barrio se ha ido mudando al centro comercial. Y es que aquellos eventos o motivos de congregación que antes tenían lugar en el barrio, léase el día de los disfraces, la novena de aguinaldos, el parque o la iglesia, se han ido trasladando al centro comercial. No en vano las diferentes secciones que componen el Caribe Plaza fueron bautizadas con los nombres de nuestras plazas públicas, San Pedro, San Diego, Santo Domingo. La idea es que la vida se traslade al centro comercial, de manera que no sólo nos veamos en la necesidad de acudir a él cuando queramos comprar algo, si no que, prácticamente, mudemos todo nuestro itinerario a este vecindario ficticio, en el que las marcas puedan tenernos todo el día, todos los días, sometidos al imperio de sus anuncios publicitarios.
¿Quién que viva en los barrios aledaños al Caribe Plaza, La Castellana o La Plazuela, recuerda cuándo fue la última vez que un 31 de octubre, un niño tocó a su puerta para pedir un dulce? Ahora la celebración de esta fecha consiste en que los papás lleven a sus pequeños piratas, policías, fantasmas o superhéroes, a congregarse alrededor del evento planificado por el centro comercial. Lo mismo pasa con la novena de aguinaldos.
No hace mucho, en la mayor parte de los barrios de Cartagena el espíritu de la navidad aún era una excusa de reunión para los vecinos, quienes incluso se unían para armar un pesebre en el que cada noche de la novena, los miembros de la comunidad pudieran cantar, comer juntos y entregarse regalos. Hoy en día, la novena se fue a vivir al Éxito, Sao o Carrefour más cercano, y el evento ya no se relaciona tanto con un tiempo para reflexionar sobre el nacimiento de Jesucristo, si no que se ha convertido en una excusa para, de paso, ir a hacer mercado. Ni hablar de la misa, cada centro comercial en Cartagena tiene los domingos por la mañana un espacio para los más católicos, quienes luego de rezar y darse golpes de pecho, pueden inmediatamente dedicarse a estudiar el evangelio del marketing y caer en la tentación de gastarlo todo en productos de última colección o con descuentos.
No más el pasado febrero, durante las fiestas de la Candelaria, una estatua de la Virgen fue ubicada en un lugar privilegiado del Caribe Plaza. No creemos que esto precisamente obedezca a la gran devoción que por dicha patrona profesen los administradores de ese centro de compras. Resulta evidente que su objetivo es uno sólo: Trasladar todos los aspectos de nuestra vida, incluso la fe, al interior de sus almacenes, de manera que vivamos al cien por ciento en función de consumo.

Algunos dirán que cada quien es libre y que si prefiere celebrar la novena o ir a misa en el centro comercial es por su propia decisión. Sin embargo, esto resulta cuestionable cuando, tal como afirma Naomi Klein en No logo, nos hemos ido quedando sin el poder de escoger. Cómo podríamos tenerlo, si las marcas son ahora igual que la montaña de Mahoma, si no vamos a ellas, ellas encuentran la manera de llegar hasta nosotros. Hasta nuestras casas, a través de internet o la televisión. Cada vez es mayor la intromisión de comerciales dentro del tiempo del noticiero o la novela. Se han fijado que incluso cuando ya se supone que acabó el corte comercial, hay otro que se inmiscuye entre el “ahora sigamos con tal programa” y el programa en sí. Durante las transmisiones de los partidos de fútbol, entre jugada y jugada, siempre hay espacio para una pauta comercial más.
Y si salimos a la calle, la cuestión no es muy diferente, cada vez son más los autobuses en Cartagena que, en lugar de la típica iconografía de buseta que las caracterizaba, ahora llevan algún anuncio publicitario estampado en el parabrisas. Ya no se puede ni esperar el bus tranquilamente, los paraderos son hoy vitrinas de comercio diciéndonos qué vestir, dónde ir, qué bebida tomar. Y así, sucesivamente, cada lugar que no es el centro comercial, se va pareciendo más a uno.
Sólo hay que echarle un vistazo a las universidades, cada vez con menos espacio para salones de clase y más para cajeros automáticos o grandes cadenas de café o comidas rápidas. En las tiendas de barrio, no sólo te venden la gaseosa, aparte tienes que admirar el gran logo de la marca estampado en el refrigerador. En la rumba, cada vez son más los sitios cuyas mesas y sillas van decorados con la marca de algún whiskey o vodka que te dice: tómame.
Hasta nuestro propio cuerpo, usando ropa, zapatos y accesorios en los que el estampado de la marca es cada vez más grande, convirtiéndonos en anuncios publicitarios ambulantes. Siendo ésta la situación, si como dice Naomi, cada vez son menos los lugares en los que no somos concebidos como consumidores, dónde queda el poder de decidir no estar bajo la influencia del mercado. Tendríamos que enclaustrarnos en nuestra habitación, cerrar puertas y ventanas y arroparnos de pies a cabeza. La pregunta entonces sería ¿qué hacer?, ¿cómo enfrentarnos a los grandes monstruos del marketing?
Existen en el mundo movimientos de resistencia en contra de las grandes marcas, grupos de activismo dedicados a reclamar el derecho a espacios en los que podamos ser concebidos como personas y no como consumidores, y a desenmascarar prácticas de explotación laboral como las maquilas, en las que las grandes multinacionales del primer mundo subcontratan mano de obra a precio de risa en países del tercero, estableciendo una relación de trabajo muy parecida a la esclavitud y que le sirve a estas corporaciones para invertir lo menos posible en la elaboración de sus productos y poder gastar millones en campañas publicitarias que las ubiquen en el mercado como la mejor opción, como el estilo de vida más deseable.

Por lo pronto, en Cartagena, donde las franquicias de las grandes marcas apenas están llegando, proponemos reclamar y recuperar el barrio como lugar de congregación, en el que podamos relacionarnos como humanos y ciudadanos, prefiriendo llevar a nuestro hijos a divertirse al parque de la cuadra, compartir un almuerzo y unas bebidas con nuestros vecinos a la sombra del árbol en la terraza de alguno y, mediante estos pequeños actos políticos, demostrar que, obligatoriamente, no tenemos que a ir un café de marca para sostener una conversación o hacinarnos en la zona de comidas de un centro comercial para tener un rato de esparcimiento en familia.


* Director de la revista Cabeza de Gato. Artículo cedido por su autor para Dominical.

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