Revista dominical


Carlos Barrera, el médico de los libros

EL UNIVERSAL

22 de noviembre de 2015 12:00 AM

Por Fredy Ávila Molina

Carlos Barrera ya perdió la cuenta de los “compañeros” que ha visto salir avante de delicadas cirugías y de prolongados períodos en la unidad de cuidados intensivos. Durante días, semanas y hasta meses, ha curado sus fracturas, fortalecido sus lomos, rejuvenecido sus cubiertas y logrado disimular muy bien sus rasgaduras.

Con paciencia, este boyacense de 61 años, nacido en Santa Rosa de Viterbo, pareciera tener en sus recias manos la fórmula secreta para detener el envejecimiento, tan natural en aquellos objetos orgánicos que lo han acompañado en las últimas cuatro décadas de su vida: los libros.

Aficionado desde pequeño a las manualidades, Carlos descubrió su pasión por conservar libros y documentos al llegar a Bogotá a mediados de los setenta. Sin nada más que una maleta, en la que guardaba uno de sus más grandes legados: una edición de bolsillo de Carlomagno, de 1882, obsequiada por su padre, Carlos fue aprendiendo los secretos de una técnica que le ha permitido prolongar la vida de centenares de libros en los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Colombia.

“Me inicié como encuadernador exactamente el 13 de septiembre de 1976. En ese entonces, la Biblioteca tenía unos talleres en unos antiguos sótanos  compartidos con Inravisión. Tenía algunas nociones de encuadernar pero no era un experto”, comenta.
Con serrucho y segueta en mano, el “conservador” de libros, como prefiere que lo llamen, empezó en una profesión que por aquel tiempo le era ajena: la conservación.

“Se realizaba una labor muy mecánica. Las portadas y cubiertas originales de los libros no se respetaban. Si se hallaban en mal estado se quitaban y se remplazaban por tapas de cubierta rígida y uniforme para todas las publicaciones. Era lo que había en ese momento y así se hacían las cosas”, nos cuenta con una leve sonrisa, como de quien ha cometido pequeños errores y luego con el tiempo aprendió a subsanarlos.

En las primeras encuadernaciones se le hacían dos perforaciones a cada libro o volúmenes de periódicos que se unían con un cordel a través de una costura llamada ‘diente de perro’, señala. Un día, experimentó con la edición de bolsillo de Carlomagno que recibió como regalo a sus doce años. “Lo traje al taller y en mis ratos libres lo arreglaba, le cambié la encuadernación y me fui muy orgulloso con el libro nuevo”, recuerda con algún sentimiento de culpa. Afortunadamente para él y “sobre todo para el patrimonio de la nación”, recalca Carlos, obtuvo una beca a comienzos de los noventa en la Biblioteca Nacional de Caracas, Un año que le bastó para revaluar todo el aprendizaje adquirido en los sótanos y que le permitió descubrir la conservación de los libros y respetar  las costuras y los materiales originales.

“La conservación bibliográfica y documental es multidisciplinaria, hay que saber algo de química, antropología, arqueología, física. Conocer la composición de la obra, analizar su estructura, la calidad del papel, su encuadernación y valorar las técnicas utilizadas que hacen de un libro, un testimonio fiel de determinada época”.

Aprendió por ejemplo, que los mejores papeles tienen buena calidad de celulosa y que se extraen de las coníferas como pinos, abetos o  la morera, con mucha fibra y bajos en lignina, sustancia que hace que el papel se torne amarillento. Aprendió además que a toda obra hay que hacerle su propia “historia clínica” con los deterioros que “afectan al paciente” en la cubierta y en el texto.

Con cueros, acrílicos, telas, cartulinas, agujas y papeles de buen gramaje, este veterano ha recuperado joyas como el Atlas de Abraham Ortelius, del siglo XVII, documento que “salvó” respetando los  mapas para que fueran digitalizados sin interferencias ni hilos en el doblez de cada pieza.

“El Ortelius”, como lo llama, producido en Amberes y considerado como el primer atlas moderno y todo un éxito editorial entre los nobles y los ricos mercaderes de Europa, ávidos de exploraciones, descubrimientos y conquistas alrededor del mundo, le tomó seis meses de trabajo. “Tocó desencuadernarlo para cambiarle las cartivanas (tiras de papel que se ponen en las hojas sueltas para encuadernarlas), las cuales estaban rasgadas”. Así puso los refuerzos, prensó, cosió y recuperó su cubierta.

Su especialidad son los libros antiguos, como los de Rufino José Cuervo y Anselmo Pineda, parte de aquellas bibliotecas particulares de grandes escritores y personalidades del país que conforman las colecciones de la Biblioteca Nacional.

Por lo general tienen el normal desgaste de los libros en lomos y cubiertas, que requieren limpieza  y desinfección, además de corregir el abarquillamiento producido por la humedad. “Esto se refiere a las famosas ‘orejas de perro’ producidas al doblar las puntas de las hojas. Así como sucedía con las cartillas de la escuela”, agrega, evocando su primaria en la Concentración Santa Teresa, en Tibasosa, Boyacá.

Por el tiempo que dedica a su labor se pensaría que Carlos lee casi todo lo que pasa por sus manos. Aclara que no es así. “Ya quisiera yo poder leer buena parte de los libros en este taller”, señala mientras se consagra con extrema precaución a recuperar uno de los 700 volúmenes del archivo histórico de José Manuel Restrepo, labor para la que fue llamado de nuevo a la Biblioteca en 2013, luego de pensionarse tres años antes.

En estos últimos meses dedicados a recuperar este archivo de la Independencia de Colombia, Carlos se fija principalmente en los manuscritos. Sin saber mucho de paleografía descifró cartas de Simón Bolívar y Santander, informando sobre los ejércitos, cargamentos, raciones disponibles y hasta los pagos o las bonificaciones que debían recibir algunos militares por sus ascensos.

Con la experiencia, este “médico” de los libros no cree en complejos trasplantes para recuperar partes del documento desaparecidas. “Cuando la información se ha perdido por el uso, hurto de los usuarios o accidentes al encuadernar, ya es imposible de recuperar. Se podría conseguir el documento en otra parte injertarlo pero el documento pierde su validez y originalidad”, indica.

Esta tesis la comparte Sandra Angulo, Coordinadora del Grupo de Conservación de la Biblioteca. “En nuestro trabajo no pretendemos tapar la huella del tiempo. El restaurador debe contribuir solo a evitar el deterioro normal de las publicaciones, los microorganismos o los efectos del medio ambiente, pero sin ocultar todos los rastros de la historia, que le dan un valor único a cada libro como objeto de uso”. Una titánica labor en una entidad considerada como el disco duro de la nación y donde se conservan más de 2 millones seiscientos mil volúmenes.

En esta área las obras son sometidas a un largo proceso en el que resulta frecuente oír hablar de consejos médicos, en los que expertos toman decisiones prácticas para conservar libros y documentos.

“Muchos de los libros antiguos se hacían con tapas de madera o con pieles. Se usaban técnicas para iluminar las cubiertas, y se usaban hierros o unas decoraciones de momento, como en los siglos XV, XVI o  XVII. Todo eso hay que respetarlo al restaurarlos e ir remplazando los elementos que comienzan a degradarse”, dice Sandra.

Por este “hospital de libros” pasan pacientes que dejan huella, como las novelas ejemplares de Miguel de Cervantes Saavedra, escritas entre 1590 y 1612, en cuya conservación se innovó en tecnología al incorporales tela en lugar de piel, para recuperar grandes porciones desgastadas en sus cubiertas. También fue intervenida la Biblia del Oso, impresa en 1622, la cual hacía parte del índice de libros prohibidos por la Inquisición, y que tenía manchas, desgarros y sus tapas estaban convertidas en manuscritos.

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Para Carlos Barrera, no hay mejor satisfacción que recuperar un libro y que este conocimiento perdure y se transmita a las nuevas generaciones. “Muy seguramente –comenta- vendrán otros conservadores que analizarán si se hizo bien la labor o hubo errores. La conservación es como la medicina. Todo cambia y lo que hoy usamos, de pronto mañana no se usará. Es una ciencia que evoluciona y que exige investigación”.

Sandra afirma que uno de los principios de la conservación es la reversibilidad. “Hoy y siempre nos vamos a replantear lo que hacemos. Las técnicas y materiales pueden reaccionar a los cambios climáticos, por lo que se debe actuar rápidamente”.

Es el caso del libro de bolsillo de Carlomagno, que tiempo después de su primera intervención, fue sometido a una drástica cirugía. Con el conocimiento y la práctica que solo dan los años, Carlos le modificó la encuadernación, le puso guardas de protección y le cambió la cubierta por una más acorde de finales del siglo XIX. Poco a poco, los daños que le causó en esa primera operación los enmendó hasta que hace algunos meses el “paciente” fue dado de alta.

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