Revista dominical


Carlos Gardel, el infanzón de Toulouse

Los argentinos dicen que Toulouse no fue tan importante por haber salido de allí para la América el invento de la aviación con la célebre Aeropostale, ni por haberse diseñado en uno de sus edificios más antiguos el Concorde, sino por haber nacido en el número 4 de la Calle Canon D’Arcole Carlos Gardel. A Toulouse la llaman desde el siglo VII la ciudad de los mitos, y la verdad es que no son pocos los que han saltado de su regazo de piezas románicas, góticas, visigóticas y renacentistas.

Las leyendas populares y las crónicas callejeras tampoco faltan en los escaños del Grand Rond, bajo los árboles del Jardín Royal, frente a la Catedral de Saint Etienne, o en la sala de redacción de la Dépeche. Donde han corrido las más fantásticas de todas es en el boulevard Lascrosses, pues desde sus reatas se divisa, decrépita pero intacta, la edificación natal del Zorzal Criollo, cuya inalterable integridad obedece a la presencia vigilante de un fantasma que unas veces viste de frac y otras de traje gaucho (casaca y chiripá de seda bordada), sin que nadie haya podido entender por qué el 11 de diciembre,  cada dos años, amanece pintada sin que ningún pintor de brocha gorda ponga sus manos rudas sobre sus paredes y puertas.  

Un menú repetido

Uno de los más conocidos cronistas toulousinos de nuestro tiempo, un verdadero reconstructor de hechos inverosímiles, el señor Laserre, sostiene que el 4 de mayo de 1990 ese fantasma llegó acompañado de una anciana octogenaria que le acariciaba la testa negra y brillante. Los argentinos milagreros creen que se trataba de Isabel del Valle, quien murió ese día en su residencia de Villa Ballester. Por pura coincidencia, Isabel había trabajado como actriz en “El fantasma de la ópera”, y esa noche, también por coincidencia, invitaba a su compañero a comerse un arroz a la valenciana, que fue el menú con el que sus padres recibieron a Gardel en su primera visita de novio, durante una velada inolvidable.

En Buenos Aires la cosa es distinta. Allá no ronda el fantasma, ni solo ni en compañía de la novia que le sobrevivió 55 años adorando su recuerdo. En Buenos Aires el mito habla con la gente y la convence, con su voz y con su efigie, su sonrisa y su caligrafía, para que los distribuidores de mate, los fabricantes de cremas, los vendedores de discos, los banqueros y los promotores de espectáculos públicos ganen plata. Hasta una foto perfecta de Gardel con Los Beatles y otra con Maradona, sirven de añagaza para atraer compradores y público, sin perjuicio de que un detective candoroso se atreva a escribir, en un informe para el comisario de policía, que las dos estrellas, la del tango y la del fútbol, comparten una dosis personal de cocaína.

El afiche de los falaces

Gardel en la política es capítulo aparte, no porque tuviera convicción alguna, sino porque es fácil ganar votos con la evocación de su figura. Illía, Perón y Cámpora tuvieron éxito con el uso de su nombre. El primero imprimió en 1963 un afiche en el que se afirmaba: “Gardel era conservador”. Y los otros dos lanzaron una propaganda según la cual “si Gardel viviera sería peronista”. Menem no se quedó atrás y grabó una leyenda en la que se aseguraba que los argentinos llevan a dos Carlos en el corazón: Carlos Romualdo y Carlos Saúl. Tampoco se durmieron los comunistas, pues sus publicistas le agregaron a la foto del cantor una barba al carbón con tres palabras rotundas: “Gardel era camarada”.

La mitología gardeliana ha penetrado los recodos más insospechados y ha contribuido a la caricaturización de hechos y circunstancias que, de otra manera, no caerían en zonas de cursilería deslumbrante. Pero esa es la gracia de los mitos, su otra cara, su razón de ser, porque sin esa sazón que les da sabor perderían popularidad y permanencia. El de Gardel está tan arraigado que son muchas las señoras que siguen pariéndole vástagos de carne y hueso en los hospitales de la capital federal.

De cuatro a uno

Gardel se asoma a la vida artística en un cuarteto formado por él, José Razzano, Francisco Martino y Saúl Salinas. El pobre cuarteto duró una gira. Un buen contratode Salinas y unos dolores de barriga de Martino desintegraron el equipo. Quedaron Gardel y Razzano, pero tres o cuatro años después unas ronqueras pertinaces alejaron a Razzano de los proscenios. Al cabo de cinco años como solista, Gardel había cautivado a los argentinos y los uruguayos por igual. Su ambición, sin embargo, apuntaba mucho más allá de su nombre y de su fama nacional: consagrar el tango. Para eso necesitaba cruzar otra vez el océano y dejar sin piso los denuestos y las críticas que la burguesía porteña repartía, a diestra y siniestra, contra un género musical que contenía todas las expresiones del amor.

El infanzón de Toulouse conquistó Barcelona, Madrid, Paris y la Riviera. Los aplausos, el dinero y su amistad con Miguel Fleta (el tenor del orgullo catalán), el dramaturgo Santiago Rusiñol, Enrico Carusso y el mismísimo Charlie Chaplin, elevaron al cantor que dominó el ambiente del Palais de la Mediterranèe con el mismo desenfado con que había sorprendido a los contertulios de su juventud en el O`Rondemán y en el Armenonville, las dos primeras palestras de sus dones de novato aventajado. Tanto la ambición de triunfo como el deseo de exaltar el tango se realizaron. La Paramount le contrató tres filmes. A los dos meses de haber arribado a Buenos Aires a comerse los pucheretes que le preparaba doña Berta, su madre, y los vermichellis al dente del Café de los Angelitos, regresó a Paris. Las secuelas de la gran depresión en toda América desaconsejaban el trabajo artístico en cualquiera de sus capitales.

El agravio iconográfico

Al mito no le faltaron censores y críticos tan apasionados como sus admiradores. Le atribuían su melancolía a los remordimientos por graves fallas en su conducta (no hace mucho le desclasificaron el prontuario) y a una arrogancia que, en determinadas ocasiones, le explotaba de modo desafiante. Sublimaban como ejemplo de esas alteraciones de su personalidad el misterio que él mismo tejió en torno de su nacimiento. Repetían que su cordialidad era una falacia bien representada y su sonrisa un estereotipo que tapaba pensamientos y ocurrencias indescifrables. Juntarlo con la Virgen de Luján y con Ceferino Namuncurá, el santo de la Patagonia, constituía un agravio iconográfico imperdonable.

Sus atributos artísticos tampoco fueron inmunes a los mandobles de sus malquerientes. Escritores de cartel como Blas Matamoro sostuvieron que la voz de Gardel, en 1933, a los 43 años de su edad, había perdido vigor y encanto. No se contuvo Matamoro para decir que en una de sus presentaciones la voz de Gardel fue inaudible, y que el público dejó de asistir a las veladas posteriores de la programación porque de los dones del trovador no quedaba nada. Fue cuando resolvió volver a New York para suplir en el celuloide las falencias de una garganta desgastada por los abusos con el cigarrillo, el champán y los trasnochos.

La gira de la muerte

Gardel estaba en New York cuando definió su gira por América Latina. Desde allí llamó a sus tres guitarristas: Guillermo Barbieri, Domingo Riverol y José María Aguilar. Salieron con Le Pera para Puerto Rico, Curazao, Venezuela y Colombia. Panamá y Cuba no se habían confirmado. El éxito fue total en Cartagena, Medellín y Bogotá. La recepción en ésta última fue tan multitudinaria como la manifestación en que fue aclamado el candidato Olaya Herrera al regresar de Washington para iniciar su campaña presidencial. Cuando Gardel se enteró en la Ciudad Heroica de que su recorrido por Colombia se haría en avión no disimuló sus nervios. No confío en esos bichos –dijo con inquietud en el rostro–.

El empresario que hizo en la capital colombiana los espectáculos en los teatros Real y Olimpia, Nicolás Díaz, relató en un folleto cómo transcurrieron los últimos diez días de vida del zorzal y cuál fue la magnitud del delirio colectivo que se vivía en sus presentaciones. Lo hacían repetir los tangos mejor interpretados. Cali sería el gran remate de una de las experiencias más estimulantes para el artista. Pero para llegar hasta allá era indispensable una escala en Medellín. La escala se cumplió. Gardel, sus guitarristas y Le Pera partían felices y agradecidos con Colombia. Al cantor lo esperaban tres filmaciones ofrecidas por la Paramount y nuevas grabaciones para R.C.A. Víctor.

El choque fatal

Alguna falla técnica descontroló a la aeronave de la Saco después de su arranque, porque más o menos en la mitad del recorrido de la pista se desvió de ella y se inclinó hacia la rueda derecha, en dirección a las oficinas de la Scadta y en ángulo abierto. La tragedia pudo ser peor si una maniobra del piloto, Ernesto Samper Mendoza, no hace girar el aparato hacia donde, infortunadamente, tropezó de manera violenta con el avión Manizales, que esperaba la orden de salida con los motores encendidos. Al impacto le sucedió una llamarada y la petrificación del público que no creía lo que acababa de ver.

Aguilar y Riverol salieron del avión con vida. Riverol murió a los dos días como consecuencia de las quemaduras. Aguilar regresó semanas después a Buenos Aires, repuesto ya de las lesiones. Alguien alcanzó a decir que Gardel murió en un accidente de tránsito entre dos aviones.

Así terminaron 45 años de un periplo en el que “pobreza y bohemia, riqueza y risas, lucha y esplendor”, mitificaron al vástago de doña Berthe Gardes, la planchadora de Toulouse.

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