Yo creo que tenía como siete u ocho años. El tío Papi salió de la casa de abuela y dejó recostada su bicicleta monark a un costado de la sala. Aquella tarde abuela dejó que saliera a dar una vuelta. Era domingo y pedaleaba por la calle primera del barrio La Quinta, recuerdo que estaba sin pavimentar. Recuerdo que, a lo lejos, se oía el tum – tum de un picó que guiaba mi destino, seguí pedaleando en dirección al barrio de La Esperanza hasta que llegué a la entrada de un solar que habían cerrado para la ocasión. Se trataba de el picó El Huracán, bien lo recuerdo. Lo administraba Dewin Escalante, primo mío. Bien lo recuerdo porque por primera vez sentí, la fuerza del bajo y el poder de la batería en todo el centro del pecho. Ahí, en la mitad de la calle me expuse a la música vital de una champeta africana, cual brisa que salía de los parlantes: de los brillos y de los bajos. Sonaba duro. Su rastro sonoro llegaba hasta el patio de la casa de tablas de mi abuela. Treinta y cinco años después se me estremeció el pecho frente a Mbilia Bel y su banda de músicos africanos y cartageneros. Todavía estoy elaborando en mi mente lo que eso significa, después de estar esperando a la cantante congolesa desde hace más de veinte años. Es por eso que no sé, ni por dónde empezar lo que hoy escribo: les anticipo mis disculpas. Empezaré por declarar todo el poder, toda la gloria y todo el honor al picó El Rey de Rocha, la pasión de un pueblo. Sólo ellos hicieron posible un hito cultural que puede significar el rescate de la conexión de Cartagena con África y su música popular – contemporánea. El pasado sábado 14, en el Teatro Adolfo Mejía, fui testigo de una liturgia que consagró la conexión mencionada. La palabra esencial de Enrique Muñoz relató el trasegar de la diáspora africana y señaló sus rastros musicales prohibidos, negados y rebeldes, que, en secreto han sido cantados y bailados hasta el día de hoy; así lo escribió el periodista Rubén Darío Álvarez: “Me gusta la champeta, pero no se lo digas a nadie”. Ese sábado, antes del medio día, Enrique Muñoz apadrinó la llegada Mbilia Bel y el guitarrista Lokassa Ya Mbongo en un escenario hablado en las lenguas coloniales: castellano, inglés y francés. Muñoz Vélez dispuso de acólitos, uno de ellos Dunis Franco. Muñoz Vélez incluso dispuso de un ángel: Erika Muñoz, cantante barranquillera que vino desde Bogotá para ver a Mbilia Bel y terminaron actuando juntas en el concierto que brindaron el pasado domingo. Y es que la voz de Erika es angelical. Mbilia sólo pidió que le enseñaran la cumbia en su baile y canto. Y allí apareció esta ángel negra cantando La pollera colorá para, después, regalarnos a capella la canción Mobali na ngai wana, mejor conocida en Cartagena como La Bollona. Lo anterior constituyó un homenaje a Mbilia Bel, a Lokassa Ya Mbongo y al devenir de la diáspora africana que se manifestó con todo su poder reivindicativo en el oficio de Enrique Muñoz Vélez. “¿Cómo te aprendiste esa canción?” Le pregunté a Erika “Me la sé desde pelaíta” Me contestó. Eso es lo que llamo amor propio, que buena falta nos hace. Y es que a la voz de champeta, picó y Chiquinquirá a la gente le da miedo porque asocian tales elementos con la delincuencia y con la maldad. Nada ha cambiado. Un negro emancipado, un negro cimarrón siempre despertó sospechas. Aquella noche la pasamos bien, tranquilos y felices. De lo que se perdió todo aquel o toda aquella que tuvo miedo, no tanto del picó y su música, sino de la ciudad. Somos habitantes de Cartagena y Cartagena habita en nosotros y, en ambos sentidos, la venimos perdiendo. Mbilia Bel vino a Cartagena gracias a la memoria que ella representa, pues, su música es la banda sonora de una ciudad que amábamos hace poco más de un par de décadas. La prueba contundente está en que Mbilia Bel más nunca sonó por la radio o por los picós: nos perdimos sus canciones de los noventa y su último álbum, fechado en 2008, con temas exitosos en África, Europa, Canadá, Las Guayanas, Brasil y el Caribe. Hay que hacer un gran esfuerzo por sostener la identidad y la memoria afrocaribeñas, pues, de otro modo, seguiremos siendo caricaturas en telenovelas pensadas desde Bogotá donde la champeta la rinden con pop andino. Eso no es que sea malo, pero, sin duda, es un adefesio. Necesitamos una champeta digna y comprometida y eso necesita preparación, estudio y rigor. Acuérdense que hay un negro de padre keniano dirigiendo la potencia más grande del mundo y eso no es por su linda cara. Aquel lejano domingo por la tarde sentía júbilo picotero en el pecho, mientras abuela me servía un plato de arroz con coco, carne y tajá. ricardo_chica@hotmail.com
Revista dominical
Champeta, picó y Chiquinquirá
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