Texto: ORLANDO ECHEVERRI BENEDETTI
Especial para El Universal
1. Hat Yai: del rey es mejor no decir nada.
Conocí a Kamin Phumisak en una barbería de Bangkok. Yo le explicaba con pantomimas al barbero qué clase de corte quería, pero este me miraba malencarado y confundido. Kamin, que hablaba inglés y era primo del dueño, me ayudó a decirle con exactitud cómo quería que me cortara el pelo. Al final y como es ley universal, el barbero terminó haciendo lo que le vino en gana. Después del episodio salimos un par de veces y entablamos cierta amistad. Kamin estaba en Bangkok por el fin de semana, pues vivía en Hat Yai, una ciudad financiera al sur del reino. Debido a que yo iba a pasar por allí en unos días para seguir hasta Krabi, le pedí que me acompañara como intérprete y guía. Acordamos vernos en una semana. Además convinimos el precio por sus servicios, 20 bahts cada vez que me sacara de aprietos: un precio más bien simbólico.
Llegué a Hat Yai en la fecha pactada. En el umbral del aeropuerto internacional había una procesión de musulmanes. Las mujeres vestían sus característicos hiyab beige o negros sin importar los 38 grados centígrados. Más allá de la multitud, fumando un cigarrillo a la sombra, estaba mi amigo tailandés con la piel adobada por el sol excesivo, el cuerpo magro, nervudo, los músculos de la cara siempre fruncidos. Como de costumbre, la ropa que vestía no combinaba. Junto a él, sus coterráneos veían con expresión indolente el canal de noticias Al Jazeera. En la pantalla se observaba un zódiac abarrotado de inmigrantes africanos famélicos y moribundos que atracaban en alguna costa griega.
Al verme, Kamin escupió el cigarrillo y me ayudó con las maletas. El aire ardiente e irrespirable sofocó cualquier requiebro. Mientras esperábamos un tuktuk (un mototaxi con cabina), hablamos del atentado en Bangkok. Me dijo que habían incriminado a una mujer que, él creía, era inocente. Una vez en el tuktuk fuimos al condominio donde vivía: un complejo de apartamentos minúsculos, que se alza junto a la falda de una montaña de flora agreste en donde aúllan las ranas y los insectos. Para entrar a la casa de cualquier tailandés es obligatorio quitarse los zapatos. Es una señal de respeto. Kamin me dijo que íbamos a salir un rato, para que conociera la ciudad. Antes de que partiéramos preparó una sopa de fideos que picaba como el fuego.
A las diez de la noche la ciudad estaba sumida en la oscuridad. No había transeúntes porque casi todo el mundo se movía en moto, incluso si debían trasladarse un par de calles. Además, era difícil encontrar un andén despejado, porque estos habían sido devorados por el comercio informal. Para moverse a pie era necesario ir por la orilla de la carretera. Descubrí en el paseo que había cientos de perros abandonados vagando por la urbe. Muchos de ellos en estado deplorable: algunos arrastraban inertes las patas traseras y otros exhibían heridas sin restañar donde pululaban los gusanos.
Kamin me llevó a un bar en la calle Phetkasem. Pedimos un ron tailandés amargo y fuerte que nos quemó la garganta. Pronto exigimos más. Desde el balcón podía ver la entrada, donde algunas chicas tailandesas blancas y frágiles sonreían y saludaban a los viandantes con las manos juntas en señal de oración. Según me lo explicó Kamin, entre más alto se sitúen las manos, más respeto se está profesando. La idiosincrasia tailandesa establecía una noción de dignidad de acuerdo con la posición anatómica: los pies son impuros y, por el contrario, la cara es la parte más importante y representativa del cuerpo.
Esa noche aprendí dos lecciones: la primera, que estaba mal visto cruzarse de piernas ¿La razón? Que el pie que quedaba colgando podía interpretarse como un señalamiento. Los tailandeses tomaban como un agravio que los señalaras, sin importar si empleabas el dedo de la mano o la punta del pie. La segunda lección la aprendí cuando iba a pagar. Saqué los bahts y los estrellé contra la mesa. La gente me quedó mirando con estupor. Kamin me volvió a sacar de apuros. Dijo que era un delito golpear los billetes porque en ellos estaba la cara del rey Bhumibol Adulyadej.
— Y si hablas mal de él—dijo Kamin—puede costarte 28 años en prisión, como sucedió hace poco con un periodista que lo criticó.
— ¿Me acusarías si hablo mal de tu rey?
— No me pongas a prueba—rió—. Y a propósito, me debes 40 bahts.
2. Krabi: monos, combatientes de Siam y farangs.
Llegamos en un bote con la proa adornada con collares de flores. Cada propietario se esmeraba en darle una decoración especial a su embarcación. Teníamos hasta las ocho de la noche para regresar, porque entonces todos los marinos guardaban las flotas. Noté en el trayecto que, desde cualquier costa de los pueblos que conforman Krabi, la vista te corta el aliento: islotes y riscos en cuyas cimas brotaba una melena de arbustos enramados que caían sobre los costados como rizos; cuevas custodiadas por piedras afiladas y lagartos azules. El inusual horizonte me recordaba las imágenes con que se suelen representar tiempos prehistóricos. Además, la presencia de la selva tropical estaba en todas partes. Por ejemplo, en medio de una de las zonas comerciales de Ao Nang, uno de los pueblos más grandes, el aire espeso olía a jungla y aún desde allí era posible oír el canto incansable de los pájaros.
Explorando la ciudad con Kamin, resultaba fácil percibir el crisol de nacionalidades. Malasios, indios, chinos, norteamericanos, vietnamitas e ingleses, en su mayoría.
También había algunos filipinos, que, según Kamin, sufrían de cierta discriminación por parte de los tailandeses porque los acusaban de robarse los empleos. Después de caminar por el malecón entramos en una fonda regentada por una familia de Birmania. El padre y cabeza de familia era un hombre regordete y de poca estatura que se llamaba Soe Kyi. Se encargaba de hacer los cocteles, mientras que sus hijos atrapaban clientes en el pórtico. Su esposa era quien preparaba las entradas con que se acompañaban las bebidas. Soe nos contó en un inglés atropellado que estaba en Krabi porque había flujo constante de turistas, lo cual le permitía una situación económica estable para mantener a su familia.
Sentados en una mesa del pórtico que nos ofrecía un panorama amplio de la calle, vi a un grupo de farang (o transexuales), vestidos de gala, con trajes ribeteados y encajes complejos. A pesar de que Tailandia es un país conservador, es bastante tolerante con la homosexualidad y, en especial, con los transexuales. En todo caso, los farang frente a nosotros les ofrecían a los caminantes un folleto para asistir a una suerte de reinado. Cuando les apunté con la cámara y retraté el instante en que uno de ellos hacía una exclamación dramática, otro me miró con furia y se acercó a mí. Dijo algo en tailandés que por fortuna no entendí, pero Kamin se echó a reír y pareció intentar que se calmara. Era una farang con algo de sobrepeso y cara de niño glotón. Hacía tanto calor que tenía la cara perlada de sudor.
—Agarra tus veinte bahts—dije.
Kamin me miró satisfecho.
—No olvides que además tienes que pagar los cocteles.
No sé en qué momento ese farang me robó la libreta donde tomaba apuntes, pero cuando lo descubrí ya la calle estaba vacía. De mal humor y achispado por un par de gin-tonic, me marché con Kamin al corazón del pueblo. Ahora me tocaba escribir en unas servilletas de la fonda birmana.
Durante el resto de la tarde logré sacar una cantidad importante de fotografías decentes. En la noche, sin rumbo y con Kamin tratando de ligarse a una norteamericana aindiada, vi pasar un tuktuk en cuya cabina había un hombrecillo que empuñaba un megáfono. Repetía una frase, primero en tailandés y luego en inglés, anunciando un combate de muay thai (o boxeo tailandés, donde es lícito golpear con las manos y las piernas). Le informé a Kamin que debíamos ir a ver esa pelea. Kamin aceptó de mala gana, pero al menos logró sacarle el correo electrónico a la norteamericana, de la que luego me dijo, estaba enamorado.
El galpón donde se celebraba la pelea de muay thai estaba en la falda de una montaña. En la entrada había monos comiendo arroz disperso por el suelo. También era posible ver un local dedicado a la venta de planes turísticos donde ofrecían paseos en elefante. Dentro del galpón se desarrollaba una reyerta más bien fingida, cuyo único propósito parecía ser el de deslumbrar a los turistas con golpes histriónicos. Como pronto perdimos el interés en la pelea, hablamos de la fauna del lugar. Kamin me contó que, en 1872, el rey Chulalongkorn unificó a Pakasai, Khlong Pon y Pak Lao con el nombre de Krabi, una palabra con la que se simbolizaba al mono, uno de los animales nativos de la península. Los elefantes, en cambio, fueron importados por el capricho de Nakhon Si Thammarat, un gobernador del siglo XVIII, quien ordenó poblar la zona con los paquidermos para andar entre la maleza con mayor facilidad.
En la noche fuimos a comer a un restaurante donde servían un menú invariable de curry, arroz, pescado, ensalada con camarones y rabas. Una especie de lugar para comer corrientazos, con la diferencia de que las raciones, antes que ser miserables como en Colombia, eran abundantes en exceso. Es bastante normal que en todos los restaurantes, sin importar la categoría, el mesero pase a servirte agua numerosas veces. Se debe a que la comida es picante, y picante en serio.
Sucedió algo curioso antes de que saliera la última embarcación para abandonar Krabi. Cuando Kamin y yo terminamos de comer vimos en la distancia al farang que me había robado la libreta. Caminaba solo, dando tumbos con su vestido de gala ribeteado y un bolsito negro. Decidimos seguirlo para exigirle mi pertenencia de vuelta. En determinado momento torció a la derecha por un callejón estrecho y al fondo de su silueta vi algo impensable: la imagen de la costa con cada una de sus islas en la distancia exhibiendo una luz verde en la cima. En conjunto, producían un atardecer esmerilado y fantasmal. Saqué la cámara, tomé las fotos y entretanto perdimos de vista al ladrón de mi libreta. Pero había valido la pena.
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