Revista dominical


El centenario de Octavio Paz

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

23 de febrero de 2014 12:15 AM

Hijo de Octavio Paz Solórzano, un abogado de la capital mexicana que se sumó a la “bola” de Emiliano Zapata, Octavio Paz Lozano, el premio Nobel de 1990, vino al mundo con el atuendo de los predestinados. Su padre, que no fue un escritor de profesión, describió sin embargo, con habilidad de cronista consagrado, las acciones más audaces de Zapata, el hombre que “hablaba con imperio” y que probó cuán valiente fue el día en que se tomó Chinameca a punta de pundonor.

Es probable que el ejemplo del padre hubiera contribuido a destapar el potencial de artista y pensador del vástago, cuya condición polifacética desplegó velas gracias a su creatividad y a su obsesión por la lectura. Como creador, Paz emuló con los grandes; como crítico, podemos sentarlo a la diestra de Alfonso Reyes, Cosío Villegas, Henríquez Ureña y Fernández Retamar, entre otros.

El poeta
Paz se estrenó como poeta en 1933, a sus 19 años. Un libro titulado Luna silvestre fue su bautizo de fuego. Pasó la prueba y veinticinco años más adelante juntó lo que tuvo disperso, entre 1933 y 1958, en Libertad bajo palabra. Después vino el gajo que formaron Semillas para un himno, Salamandra, Ladera Este, Árbol adentro, Delta de cinco brazos; Versiones y diversiones, Blanco y Topoemas. Transcurrieron otros veinte años y en el volumen Poemas se recogieron cuatro décadas del estro del maestro.
En la poesía de Paz hay enjundia, convicciones, temperatura espiritual y personalidad, porque le imprimió giros que le fijaron vitaminas renovadoras ajustadas a las etapas de su evolución individual. No fue la suya una poesía popular, como las de Darío y Neruda, pero sí una poesía conceptuosa, aguda y penetrante, a la medida de los especialistas y académicos que la enseñan, como quien se babea ante un menú de rechupete, en las facultades de letras.

El historiador
Apenas frisaba Paz los 35 años cuando escribió un análisis temerario de la historia de México con los arreos de una interpretación severa y más bien concisa de los hitos, el mestizaje, las épocas, los mitos, los personajes, el arte, las culturas vernáculas, las contradicciones, el progreso, el Estado, las masas, los partidos los regímenes políticos y los elementos filosóficos, sociales y humanos de un país complejo y singular. La criatura fue El laberinto de la soledad.
Fue tan estremecedor el impacto de aquel repaso erudito y consistente, que lo prolongó con una “Postdata” y una “Vuelta” complementarias de la merecida sensación que causó. El Octavio Paz pensador pareció desplazar al Octavio Paz artista. Empero, como tratando de quedarse en lo suyo para no sentirse invasor de otro mundo que no era el de su vocación inicial, se apresuró a explicar que su laberíntica aventura fue “un simple ejercicio de la imaginación crítica… una visión y, simultáneamente, una revisión… Algo muy distinto a la búsqueda de nuestro pretendido ser”.

El crítico literario
Entre los numerosos ensayos de Paz sobre literatura y arte sobresalen los que compiló en Corriente alterna, El arco y la lira, Las peras del olmo y El signo y el garabato. Son páginas que estampan en la sensibilidad de los lectores el provecho de un aprendizaje proceloso, disciplinado, metódico, como para parearlo con un milagro de la voluntad. Con la misma pericia con que extrajo la savia del lenguaje en López Velarde, desentrañó los cantos modernistas de Antonio Machado, entonados con ritmo y sobriedad.
¿Quién pondría en duda que Paz conocía los secretos de Rabindranath Tagore leyendo su monografía sobre los manuscritos del escritor que encarnó, a los ojos del mundo, el resurgir de una India fatigada y pesimista? ¿Habrá quien no se sienta descubridor de otras raíces civilizadoras metabolizando su síntesis apasionante sobre la tradición del Haikú? ¿O quien no se transfigure con las transfiguraciones de Rufino Tamayo? ¿O quien no se conmueva con sus centellazos sobre la vitalidad del surrealismo?

Sor Juana Inés
La gran escritora sanmiguelina (de San Miguel de Nepantla), que vivió entre el barroco hispano y los albores de la Ilustración, le inspiró a Octavio Paz el más extenso y orgánico de sus ensayos literarios: “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe”. En sus capítulos relucen los juicios polémicos sobre el talento creador más eminente del siglo XVII en Hispanoamérica. Un talento incansable y atraído por la ciencia, la música, el teatro, la poesía y la sicología. Un talento al que bastaron 44 años para dejarle a México una herencia que es orgullo de sus generaciones de tres largos siglos. Un talento al que la soledad de dos conventos le ayudó a vencer los apremios del tiempo.
Un cerebro como el de Paz tenía que acometer, con todos los hierros de la información, la tarea de revalorar, a través de la obra múltiple de la monja, la riqueza de una vida que rompió los moldes de la sociedad colonial de Nueva España, justamente cuando la crisis de conciencia re4saltada por la historiadora Alejandra Moreno Toscano facilitó una reinterpretación de las condiciones sociales y económicas del “siglo de la depresión” o “siglo olvidado”.

El intelectual y la política
Paz fue un intelectual que analizó la política y sus rumbos con lupa avizora. Al triunfar la Revolución Cubana juzgó que la epopeya de los jóvenes barbudos constituiría un nuevo despertar democrático para la isla, con proyecto nuevo y sin Enmienda Platt. Las purgas y el cambio de ruta ideológica lo desmintieron y su entusiasmo terminó en decepción, formulando reparos a Castro y a su política. Los casos de Heberto Padilla y Armando Valladares lo ahuyentaron, igual que a otros escritores latinoamericanos.
Su posición frente a Cuba arreció su desconfianza hacia las frustraciones silenciosas y lentas del imperio soviético, que él conocía, como la prelación de los gastos militares sobre la financiación de los planes septenales. El Partido Comunista y sus secretarios generales habían alejado con su ortodoxia, temerosos del revisionismo, la esperanza de superar el poderío de los EE. UU. Y Europa occidental. En todo esto Paz fue fiel a sí mismo, a su concepción de la sociedad global y a su percepción sobre el fin de la guerra fría. Vaticinó, finalmente, la dimisión del peligro totalitario que amenazaba las libertades y la permanencia de la democracia.

El PRI
Octavio Paz creció con el PRI. El poeta y el partido fueron coetáneos. Superada la adolescencia de ambos, la historia de México adquirió otra dinámica y el Estado y el PRI también. Una fue la historia anterior a los gobiernos de los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, y otra la que siguió a la Presidencia del general Lázaro Cárdenas. Paz las vivió ambas y las entendió.
Paz no desconoció que México, con el PRI, se desarrolló y amplió su horizonte de Nación ambiciosa y nacionalista. El partido fuerte que no tuvo desde la Independencia hasta el porfiriato, ni siquiera durante la República Restaurada, le abrió el camino de la modernización, por cuanto convivían el caudillo de turno, los caciques, los tecnócratas, los capitalistas, los sindicatos grandes y las organizaciones campesinas. Un gobierno empresario, con un brazo largo y generoso como el PRI, controlaba instituciones y hombres merced a la debilidad de los demás partidos. Pero en esa monopolización desgastadora, como lo denunció Paz desde 1978, se originó la deslegitimación de las dos maquinarias, la gubernamental y la partidista.
Fue tan enorme el peso de Paz en la sociedad mexicana, y tan respetadas sus opiniones sobre sus avances y reveses, que sus admiradores y sus malquerientes, desde dos perspectivas opuestas, con elogios unos y hostilizaciones los otros, coincidieron en que había impuesto una hegemonía cultural.
 

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