Revista dominical


El día que conocí a Gabo en La Habana

EDUARDO MÁRCELES DACONTE

21 de octubre de 2012 12:01 AM

Vivir para contarla, la biografía novelada de Gabriel García Márquez (2002), reconstruye los años iniciales de su formación como escritor, y comienza con una frase que es clave para el desarrollo del relato: “Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa”. Se trata de la vieja casona que tenían en su pueblo natal de Aracataca luego que la familia se mudara a Sucre, municipio del departamento de Bolívar en aquella época. A partir de este recuerdo, Gabo nos conduce de la mano a través del periplo de su vida, sus aventuras, desventuras, sus amores, inquietudes e influencias.
Sus primeros recuerdos pasan ante sus ojos a través de la ventana del tren que toman en Ciénaga después de pasar la noche en una lancha que había partido de Barranquilla. La historia, llena de reflexiones y anécdotas, está contada en 580 páginas, y termina cuando el joven periodista de 30 años pasa en un taxi camino al aeropuerto y en la puerta de la casa observa a Mercedes Barcha, su futura esposa, pero es ése un momento de incertidumbre cuyo desenlace sólo se nos revelará en el próximo volumen. En éste nos deja con el interrogante, aunque ya conocido, de las novelas por entrega puesto que cuando regresa a su hotel en Ginebra, encuentra la respuesta a sus inquietudes amorosas.
Por ser ambos del mismo pueblo y compartido experiencias y recuerdos en numerosas ocasiones, he tenido el privilegio de haber escuchado de sus labios algunas de las anécdotas que cuenta en su libro. De hecho, en la página 26 comenta que “cuando Papalelo (su abuelo) me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren”. La cita me emocionó pues se trata de mi abuelo materno, un inmigrante italiano llegado de Scalea (Calabria) a este pueblo remoto y caluroso sobre las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta donde fundó el primer cine que tuvo la comarca, así como una tienda y ferretería donde también se vendían desde machetes y azadones hasta todo tipo de víveres, condimentos y perfumería.
El día que conocí en persona a Gabito en La Habana, durante un encuentro de escritores y artistas en 1981, me contó el origen de su personaje Pietro Crespi en su famosa novela. “Fíjate, me dijo, cuando yo estaba escribiendo Cien años de soledad el primer nombre que se me ocurrió para el personaje italiano fue Daconte, pero después me puse a recapacitar porque el personaje se me fue volviendo marica, entonces lo cambié por Crespi que fue en verdad un italiano afinador de pianos que mi mamá conoció en Barranquilla, porque yo me puse a pensar ¡qué iría a decir tu tío Galileo cuando leyera el nombre de su papá en estas circunstancias!”.
Su memoria de elefante le permitió recordar con exactitud las características de mi familia; me habló de la tienda del abuelo Antonio en las Cuatro Esquinas (el centro comercial de Aracataca) y rememoró su amistad con mis tías y tíos con quienes jugaba en su niñez. Le recordé que el nombre estaba, además, en su cuento El rastro de tu sangre en la nieve cuya protagonista se llama Nena Daconte y estalló en sonora carcajada “¡ahora me vas a demandar por 20 millones de pesos!”. En una ocasión que le visité en Cartagena cuando le conté que mi tío Galileo había muerto por esos días pude observar su pesadumbre. Años más tarde leí en El amor en los tiempos del cólera que uno de los personajes, un cochero en Cartagena, se llama Galileo Daconte como un homenaje póstumo a su buen amigo de infancia.
Sería arriesgado presumir que hoy por hoy se puede decir algo nuevo sobre la obra de este asombroso escritor colombiano quien no sólo cuenta en su bibliografía con numerosos libros de narrativa y crónica, sino que la compilación de sus escritos periodísticos Entre cachacos se suma a sus volúmenes Textos costeños y De América y Europa, recopilados por el investigador francés Jacques Gilard. La lista de estudios críticos e interpretativos dedicados a este escritor es interminable, como son también las tesis de grado elaboradas por universitarios de Estados Unidos, Europa y América Latina que analizan los aspectos más insospechados de su producción literaria.
En cuanto a su obra se refiere, es innegable que la importancia de la obra de García Márquez radica de manera fundamental en su audaz combinación de elementos humanos que aluden a nuestra realidad latinoamericana en matices poéticos que, no obstante ser Colombia un país de solemnes pronunciamientos literarios, no escatiman el humor. En mi opinión, el legendario mamagallismo de Gabo se proyecta sin ambages en casi todo su recorrido narrativo. El mamagallismo es esa típica actitud costeña de desmitificar conceptos trascendentales o de resaltar los perfiles jocosos de circunstancias comunes.
Quién puede permanecer indiferente ante las ocurrencias de José Arcadio Buendía en Cien años de soledad cuando experimenta, por ejemplo, con los inventos que trae a Macondo el gitano Melquíades. Recordemos que después de utilizar algunos instrumentos de navegación y antiguos mapas portugueses reúne a su familia y “con augusta solemnidad, temblando de fiebre y devastado por la prolongada vigilia” les revela a la hora del almuerzo su pasmoso descubrimiento: “La tierra es redonda como una naranja”.
Una actitud sin duda heredada de su mamá Luisa Santiaga Márquez. Cuando le otorgaron el premio Nobel, Juan Gossaín la buscó para interrogarla: “Y ahora que su hijo ha recibido esta consagración, ¿usted qué pide?” Y ella respondió sin inmutarse: “¡Que me arreglen el teléfono!”. Le preguntaron a qué atribuía la genialidad literaria de su hijo, y ella sin pensarlo dos veces exclamó: “¡A la Emulsión de Scott!”. En tanto que contestó al corresponsal de un importante diario capitalino que le preguntó “¿Doña Luisa, de qué se siente usted más orgullosa en este momento?” y ella contestó: “De mi hija que es monja”.
Tanto la ficción como el periodismo de Gabo son populares (es el autor hispanoamericano que más libros vende en el mundo) en la medida que eluden el retoricismo florido y hueco de tantos narradores que en nada contribuyen al desarrollo de una literatura que estimula y entretiene. No hay una palabra gratuita en sus trabajos, sus descripciones son precisas y sus diálogos sencillos, con la ventaja de estar inmersos en una prosa lúcida que conduce de la mano al lector a través de una trama tensa sin recurrir a los artificios que suelen debilitar los esfuerzos de escritores menos avezados. 
En esto es necesario reconocer el saludable influjo del estilo sintético y contundente de Ernest Hemingway que suplantó el esquema faulkneriano evidente en sus primeros escritos como La Hojarasca. Él mismo, en aquella conversación sostenida en La Habana, me confesó que estaba releyendo algunas obras de William Faulkner con ocasión de un encargo del New York Times y había desistido después de un tiempo al comprobar que era verdad aquella observación que una vez le hizo a uno de sus contertulios del bar La Cueva de Barranquilla: “Maestro, ¿y si de pronto nos encontramos con que Faulkner es solo un retórico?” .
Se podría pensar que esta es una exageración de Gabo (ya conocemos su inclinación por la hipérbole) ya que sin vacilaciones su trabajo le debe tanto a Faulkner como al filósofo italiano Gianbatista Vico, al vallenato, a las historias de su abuelo el coronel Márquez; a la escritora Virginia Woolf, a Kafka o las teorías del surrealismo filtradas a través de la atmósfera onírica de Borges, todo eso sintetizado de manera magistral por el admirable genio creativo de Gabo.
Tampoco podemos olvidar la influencia que el ambiente social e histórico, como también el entorno geográfico, han ejercido sobre su obra. Cuando Gabo irrumpe en el paisaje literario de Colombia, el cuento se caracterizaba esencialmente por su alusión directa a la violencia rural sin mayores elaboraciones poéticas. García Márquez se propone desde el principio hacer una trasposición metafórica que, sin dejar de aludir a nuestra realidad, se convierte en una alegoría de profundas significaciones sociales. Tal es el caso de su novela La mala hora, de sus cuentos La noche de los alcaravanes, La siesta del martes o La viuda de Montiel donde, a partir de una anécdota local, él escritor recrea la violencia, una circunstancia histórica que azota al país hasta nuestros días (consecuencia de protuberantes injusticias sociales y económicas), en mágicos efluvios narrativos que seducen desde la primera línea.
Señalemos así mismo que si bien el trabajo literario de Gabo evita la connotación política directa, buena parte de su obra periodística y su vida pública denotan una acendrada militancia a favor de los desprotegidos. En este sentido el premio Nobel fue no solo un galardón a su talento literario, sino también un reconocimiento a su cruzada por la paz y a su incansable lucha por la justicia social en estos países asolados por mezquinos intereses que sojuzgan la voluntad popular, aunque su inquebrantable amistad con el presidente cubano Fidel Castro es siempre cuestionada por el exilio más recalcitrante.
La obra literaria de Gabo ha ejercido en Colombia y el resto de América Latina, y aun en China (según testimonio del escritor chino Mo Yan, Premio Nobel 2012), un saludable estímulo para la literatura nacional que sin duda se consolidará aún más con el esperado segundo volumen de sus memorias. Presenciamos un auge sin precedentes en la producción literaria y artística del país, y ya empezamos a distinguir las voces que tanto en poesía como en narrativa, ensayo o teatro, proponen rumbos innovadores, despojados ya ?después de superar el hipnótico influjo garciamarqueano? de las cargas que le impedían despegar hacia el afianzamiento de propuestas originales enraizadas en nuestra cultura y en nuestra historia.



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* Eduardo Márceles Daconte es escritor e investigador cultural nacido en Aracataca. Es autor de Los recursos de la imaginación, su libro más reciente (2011), es un compendio histórico en dos volúmenes de las artes visuales de la región Caribe y la región andina de Colombia. eduardomarceles@yahoo.com

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