Revista dominical


El domador de la muerte - Septiembre de 1948

Un  día  –mucho  antes  de  que  se  conociera  el  naufragio  del  'Euzkera'–  Emilio Razzore nos había mostrado en un cuarto del Hotel Colonial las tremendas cicatrices que le relumbraban en la espalda.
–'Rasguños  de  los  leones'...,  comentaba,  en  forma  tan  natural  que  en  nuestra imaginación la bestia poderosa comenzó a retorcerse y a maullar como un gato.
Pero  de  aquella  experiencia,  aprendimos  los  presentes  por  qué  es  apasionante  el oficio de los vagabundos, y alcanzamos a olfatear el tóxico que hace de la farándula una manera de habitar la leyenda.
Frente a nosotros estaba un hombre en cuyas espaldas los tigres y los osos habían escrito  a  zarpazos,  cuarenta  años  de  circo,  de  días  buenos  y  días  de  catástrofe. Medio  mundo  viajando  por  la  selva  como  único  equipaje,  era  ya  una  historia apasionante para sospechar los aceros que le templaban los nervios a ese domador a quien una mañana el oso gigante, en un repentino brote de ternura, le dio un abrazo que terminó en el hospital.
Después,  cuando  el  vaho  de  la  tragedia  empezó  a  subir  por  los  ánimos sobrecogidos,  tuvimos  la  más  amarga  oportunidad  de  conocer  al  domador,  mordido por dentro, tratando de dominar a la bestia del dolor que había crecido de pronto con las garras más aceradas que las de los leones.
Debo  decir  que  Emilio  Razzore  es  el  hombre más  tremendamente  humano  que  he conocido.  Cuando  ya  no  pudo  dudar  del  naufragio,  cuando  comprendió  la  pavorosa realidad  de  que  nada  le  quedaba  sobre  el  mundo,  de  que  en  el  fondo  del  mar, cubiertos por las algas verdes de la muerte, reposaban cien años de batalla, se aferró a su último deseo. Quería que uno –siquiera uno de los suyos– sobreviviera al espan-to de la tragedia para empezar nuevamente a domesticar cachorros, para rehacer el circo.
Sin  embargo,  ni  siquiera  en  este  último  deseo  lo  satisfizo  la  catástrofe,  y  el domador  se  ha  ido  –sabe  Dios  dónde–  a  iniciar  una  'tournée'  solitaria,  con  las espaldas del alma mordidas por irremediables cicatrices.

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