Revista dominical


El nacimiento de Joe Aroyo

MANUEL LOZANO PINEDA

30 de octubre de 2011 12:01 AM

Angela González era una morena delgada que remolcaba miradas con sus caderas cuando caminaba  por las calles de  Bruselas,  barrio donde vivía con su madre Ana Chávez,   Irma y Aida, sus hermanas y su abuela.
Cuando adolescente soñaba con encontrar una oportunidad para ayudar económicamente en su hogar. Buscando su sueño, en 1954, cuando apenas empezaba el bachillerato encontró, gracias a una recomendación, un trabajo en la residencia de un capitán de la Armada Naval en el  incipiente Bocagrande, un sector  que con el correr de los años se convirtió en la referencia de la clase alta de Cartagena, una ciudad manejada en aquel entonces por el  Capitán Hernando Cervantes,  quien había sido nombrado en 1953 por el presidente  General Rojas Pinilla.
En su memoria Ángela solo tiene registrado vagamente la entrada de la casa. Fue ahí,  donde conoció a Guillermo Arroyo, un albañil que en ocasiones se le medía a la jardinería y al galanteo con  las muchachas del servicio que pasaban por la acera del frente de la construcción de turno.  Entre ladrillos, cemento, arena y flores,  Guillermo empezó acercarse a Ángela.
Sus palabras e insinuaciones no le eran  indiferentes.  Aun así, para él no fue fácil la conquista y pasar de la sonrisa a  un beso.   La esbelta morena madrugaba a las cuatro de la mañana de lunes a sábado. Caminaba desde la calle Benjamín Herrera donde vivía, tres cuadras para  tomar el transporte que la llevaría a la parada de otro bus, que a su vez la acercaría al  lugar de trabajo. Durante año y medio lavó platos, ropa y limpió.  Había dejado de estudiar porque en su casa lo que se necesitaba con urgencia, era  sobrevivir…; comer.
En medio de esa rutina Guillermo la fue convenciendo de que sus intenciones,  no eran solo sonrisas y coqueteo. Las mañanas y las tardes en el jardín de la casa se convirtió en el escenario para el romance.
Su familia le había advertido que los amores a esa edad no eran conveniente,  menos con alguien mucho mayor que ella, y peor si estaba casado. Le recalcaban que primero estaba el compromiso de sacar adelante a la familia.  Sin embargo, pudo más la rebeldía, el amor de Ángela y el hijo que venía en camino.
Guillermo asumió la nueva responsabilidad que venía; decidió entonces dejar a su esposa y  alquiló una pieza humilde en el mismo barrio para irse a vivir con Ángela y su futuro bebé. 
Octubre de 1955 fue un mes de fuertes lluvias que arrasaron con las calles de  gran parte de la ciudad y en especial las que quedaban alrededor del cerro de La Popa. El 29 de ese mismo mes  el diario El Universal  anunciaba que ya estaban por culminarse la restauración de las vías afectadas por los aguaceros en el callejón de Los Pocitos, en La Popa, y la carretera de acceso al Bosque.
Los habitantes de Bruselas se quejaban del mal estado de las calles.  Eran los mismos días en que Guillermo seguía el duelo entre los tradicionales equipos de béisbol de Indios y Kola Román, y se celebraba la espectacular atrapada de uno de los jugadores de aquel entonces, Inocencio Yuya Rodríguez. 
A finales de ese mes de 1955  las lluvias eran implacables con Los barrios Torices, Bruselas  y Daniel Lemaitre. Ángela recuerda que por ese entonces había que aprovechar el agua de las noches para lavar y el poco sol de la mañana para secar…;  El 31 de octubre, con su prominente barriga,  aguardaba impaciente el momento del parto y se preparaba.
Ya estaba decidido, si era hombre se llamaría Álvaro, si era mujer…; Tania   “Recuerdo que en nuestra casa, había una estera para dormir, una mesa y dos viejos muebles. Ese era nuestro hogar y las condiciones que le esperaban al bebé”, cuenta Ángela.
Ya habían pasado año y medio de amores,  y nueve de embarazo. La preocupación en ese momento de la pareja no estaba centrada en la lluvia, ni los truenos, o el barro, sino en los dolores del parto.  Las contracciones  se presentaban con mucho más periodicidad,  y el agua que caía sobre la ciudad aumentaba su intensidad.  Las calles empezaban a convertirse en ríos de barro.  Los gritos de Ángela se confundían con el agua lluvia que caía y sonaban estruendosamente en los techos de las casas.  Los dolores iban y venían. Así fue el panorama de la madrugada del primero de noviembre.
“Cuando no pude más, a Guillermo no le quedó otra que forrarme con unos plásticos que encontró en la casa. Una vez hizo eso,  improvisó un paraguas con otro plástico viejo,  y me llevó en los brazos como si fuera un bebé por toda la calle. Eran como las cuatro de la mañana”, cuenta.
El agua y el barro habían borrado totalmente el andén,  las rodillas de Guillermo se hundían en la espesa mezcla. En medio del aguacero, la angustia y los dolores de la madre, logró llegar a la esquina de la calle.  Allí,  descansó, revisó el plástico  y a  su mujer. El agua no daba tregua. Según  recuerda Ángela, media hora después,  apareció como un pedido divino, un destartalado bus.
Guillermo sacó la mano…;pidió al chofer que lo llevara hasta el hospital Santa Clara en el Centro de la ciudad. En el camino, los gritos de los dolores de las contracciones se perdían con los cánticos de unos músicos borrachos que venían en el bus y  encontraron en la ocasión  otro motivo para seguir celebrando.
Al llegar al Hospital,  lo primero que hizo el futuro padre  fue quitarle el plástico que protegía a Ángela.  Mientras tanto, ella gritaba y las enfermeras corrían. Luego de la revisión, el médico aseguró  que había que esperar.
“Yo me senté con Guillermo en una banca a la entrada del hospital. Ahí esperamos con paciencia. Pasaron las horas, caminábamos, nos sentábamos, íbamos de un lado a otro, y así las pasamos hasta el medio día”, relata Ángela.
Las contracciones se hicieron más fuerte y los gritos nuevamente empezaron a llamar la atención de la gente. Un médico,  diferente al que la había atendido en la mañana,  corrió a revisar y no dudo en enviarla de emergencia a la sala de parto.
Álvaro José Arroyo González nació el 1 de noviembre de 1955 en el Hospital Santa Clara a las dos de la tarde.
A los pocos años del nacimiento de Álvaro, vinieron dos más,  Jairo e Ignacio.
Guillermo escasamente podía cumplir con sus obligaciones. Cuando no pudo más se fue de la casa y siguió su vida conquistando mujeres con las cuales logró tener más de 40 hijos.

Para Ángela y su familia eso no fue una novedad ni tragedia, pues estaban acostumbrados a ver esa misma situación no solo en el barrio, sino en su propia familia.  Ángela regresó a su casa y empezó a trabajar en lo que se presentara, desde camarera en un hotel hasta empleada doméstica. El tiempo que compartía con sus tres hijos era muy poco, esa responsabilidad la asumió como pudo su abuela materna. Las calles  del barrio y el ambiente festivo fue  el escenario de los primeros años de Álvaro José.
Jairo e Ignacio recuerdan la niñez junto a su hermano con muchas penurias económicas. Sin embargo, recuerdan, que eso no amainaba su espíritu para divertirse. “jugábamos a béisbol,  al “escondío”... nos reuníamos con los niños vecinos y decidíamos que haríamos para pasar el tiempo: correr por las calles, quemar llantas, subirse a los árboles. Otro de los pasatiempos de Álvaro era el de cogerse los nísperos en la casona de Sara Polo, una vecina del barrio Bruselas, que se divertía viendo y escuchando cantar al hijo mayor de Ángela.
En sus primeros cinco años la música empezó a formar parte de su vida. Sin su padre y con la esporádica presencia de su madre,  las canciones que escuchaba en los radios de sus vecinos se convirtieron en el mejor aliciente y en un escape  a la niñez que le tocó sobrellevar. En el colegio era  el coro; en su barrio, sus imitaciones y los amigos, los que  poco a poco lo introdujeron en el mundo del espectáculo en Cartagena que tenía su principal escenario en los burdeles de la zona de tolerancia de Tesca.
Álvaro no había cumplido los ocho años cuando se mudó al barrio Nariño.  La familia había vendido el terreno y habían escogido ese barrio, entre otras razones,  por la cercanía de Ángela a sus trabajos y al colegio de sus hijos.

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