Revista dominical


Ese que soy, viejo man

GUSTAVO TATIS GUERRA

31 de julio de 2011 12:01 AM

No sé cuántas veces me han matado en los periódicos. No me sorprende ya encontrar en la portada de algunos periódicos o escuchar en algunas emisoras, la noticia de mi muerte. Nojoda, cuadro, yo no sé que alegría encuentren en matarme. Hay un locutor en Barranquilla que no anda con vueltas para darme por muerto cada vez que le da la gana. Me llevé una sorpresa tremenda cuando prendí la radio y estaban dando la noticia de mi muerte. Eche, cuadro, esa es mala. Con la Pelúa, digo con la muerte, no se puede andar jugando. Mandan huevo, cuadro. Lo único cierto es que he tenido La Pelúa dándome vueltas desde hace rato.

Cuando me desahuciaron en aquel siete de septiembre de mil novecientos ochenta y tres, me dieron por muerto, y la noticia se regó como pólvora. Yo estaba moribundo y me llovieron cartas de Barranquilla en donde me decían que aún no podía morirme porque la vida me tenía reservada otro Congo de Oro. En una de las cartas una muchacha me decía que alguien que es capaz de hacer felices a los demás, no puede morirse así por así. Otro señor me decía que yo era el culpable de haber conseguido la mujer que consiguió tarareando la canción  a mí me gusta mirar los barcos de la bahía. Otra señora decía: Mira, solo Dios sabe si las hojas se caen al atardecer o al amanecer. Pero aún no es tiempo de que te vayas. Un joven me daba gracias por la música que le había ayudado a sanar el dolor de unos amores perdidos. Otros me decían que encontraban mucha poesía en las letras de mis canciones y yo decía: no saben con cuántas lágrimas se hacen las canciones. En mi caso, he llorado tanto que ya no hay lágrimas en mis ojos. Las lágrimas las he convertido en canción. Una canción es para mí un poema o una novela de tres o cinco minutos. En  ese tiempo no solo se dice todo sino que la música tiene que decirlo incluso sin palabras. Es algo muy bacano, uno no sabe cuánta porción de sufrimiento  hay en las canciones alegres.  Y en esa agonía mientras me llovían cartas de Barranquilla, compuse mi canción En Barranquilla me quedo. Le debo mi vida a esa ciudad que cuando yo agonizaba, me reclamaba que viviera para seguir cantando. Eso no tiene precio.
Hay veces que la canción aparece de pronto, el sonido me toca las manos, y de ahí van saliendo las palabras. Hay otras en las que parezco poseído, por ejemplo “A mi Dios todo le debo”, fue una canción que no me explico cómo surgió. La canción estaba dándome vueltas, no me dejaba tranquilo, me calentaba las manos, me seguía como una sombra. Cerré los ojos, me dejé llevar por el sonido, por la clave del sonido, como si fuera un dictado de sonidos, y cuando quise ver, ya la canción estaba en mis labios. Creo que otras canciones, las he soñado, como Catalina del Mar. Muchas canciones que hice antes de los diecisiete años, se me perdieron, y hablaban de amores, sufrimientos, problemas sociales.
Uno no sabe cuando un dolor, una historia, un momento, se convierte en canción. Hay espantos que se vuelven canciones. El espanto de soñar que las aguas arrastran el cuerpo de una niña, que el mar borra en un atardecer la vida de alguien, el espanto de ver borrar un nombre en la madera vieja de un barco, de encontrar el cuarto abandonado donde naciste, la cicatriz que ha quedado en la piel de la negra  Me despierto con el raro sabor de una canción que ha estado girando sin hacerse realidad, y al despertar, empiezo a armar ese sonido dispendioso que es juntar el rompecabezas de una canción sonada, como si la hubiera imaginado. Yo creo en esa fuerza. Creo en Dios. Esa es la fuerza de la vida. Es como el sol. Es como un espejo. Es que Dios es un espejo, sabes?  En todo momento, es como un espejo. Es un gran espejo. ¿Qué seriamos sin ese espejo?
He sido un cazador de música, desde que era un niño. En mi barrio Nariño, mis vecinos venían de Palenque con su música africana y sus cantos del lumbalú. Ese fue mi primer contacto con la música africana. Pero iba al puerto de Cartagena a buscar la música que llegaba de contrabando, la música de las islas y las Antillas, la música de Haití, Jamaica y África. Iba descalzo por las noches a Emisora Fuentes en aquellos años de los setentas, y cantaba en el show de Pepe Molina. Siempre me recuerdo cantando. A mis siete años, buscando el eco de mi voz dentro de una lata de agua o aceite, mientras cantaba lo que sonaba por aquellos días, como si el tanque fuera un micrófono, decía mi mamá. Cantaba de nueve de la noche a tres de la madrugada en los bares de Tesca, y a las siete de la mañana me iba para el colegio.
Una noche yo cantaba sobre una mesa, cantaba sones, y de pronto veo entrar por la puerta del bar, a mi profesor de Física que todos llamábamos Meteorito. Venía vestido con una camisa anaranjada que alumbraba, y lo primero que dijo al entrar al verme fue: ¿Y usted qué hace aquí? Lo mismo me pregunté yo, aturdido entre la multitud del bar El Príncipe: Profesor, y usted que hace aquí? El no podía creerlo: Yo era un niño, era el solista de la coral, el escogido para las misas cantadas, y en una noche todo parecía venirse abajo, al descubrirme mi profesor de Física en uno de los bares de Tesca. Cantar ahí era un secreto. Iba con un vestido de cantante, con las camisas brillantes y ajustadas de la época, los zapatos con carramplones, las patillas largas y los pantalones de bota ancha.
     El Meteorito denunció mi presencia en Tesca ante la Rectoría, y fui suspendido del colegio. Fui echado del colegio. Semejante escándalo. ¿Quién iba a reemplazarme en las misas cantadas? Ocurrió entonces que días después llegaba de Bogotá el Arzobispo y la coral preparaba un concierto. Fueron a mi casa y me pidieron que me reintegrara a la coral. No había quien me reemplazara en el colegio en las misas cantadas. Me entraron unas ganas enormes de irme de la ciudad, de meterme en una orquesta.
En Cartagena estaban el Nene, Victor del Real, el Gato, un gran trombonista. Yo era un muchacho de catorce anos, biche apenas, con la obsesión de seguir cantando, y un día en pleno recreo, casi sin pensarlo dos veces, me embarqué en un bus rumbo a Barranquilla.
Mi vida en Cartagena hasta mis trece años en que me fui volado para Barranquilla, transcurrió en tres barrios: en Canapote donde nací y viví mis primeros tres meses, luego en el barrio Bruselas y finalmente, en el barrio Nariño, en la casa de mis abuelos.
Ahora no tengo que meter la cabeza en una lata vacía sino meterme dentro de mí mismo para escuchar el eco de mis recuerdos y las cosas que me han impactado. Quisiera llegar a viejo pero cantando. Tengo nostalgia por aquella época dorada de mi vida que fue grabar con Fruko y sus Tesos. Esa fue uno de los mejores momentos de mi vida, pero también lo fue para la salsa en Colombia y en general para el continente. No le temo a la muerte. Le pido a Dios que muera cantando en  una tarima. Que me encuentra la muerte cantando. Y si me muero, quiero que mi epitafio diga: “Aquí yace un cantor de esta tierra tan bella que ingenuamente amó lo que no se ve”. Mejor no hablemos de la Pelúa.

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