Revista dominical


Homenaje a Héctor Rojas Herazo

GUSTAVO TATIS GUERRA

26 de agosto de 2012 12:01 AM

 “No lo alcanzo a ver”, dijo él. Los agujeros son como una pesadilla. Él creía que la ruina tenía su manera particular de devorar las formas de las cosas. Apenas ayer el sofá, instalado en su esplendor en la sala, lucía como un animal magnífico en su belleza y en su silencio. Pero apenas lo alcanzaba la leve luz de las ventanas, el rayo de sol de los cerros, el sofá parecía envejecerse ante la sola presencia de los viejos.
Él, con una paciencia de ángel, extendía sus brazos enormes y bostezaba meditando sobre la luz dorada que se apagaba en declive en las alturas. Ella decía que él era como un caballo jineteado por un niño. Ella no sabía qué relación había entre los agujeros y el infierno amoroso de la vida conyugal. Era como si un animal invisible y nocturno mordiera la piel del sofá mientras ellos dormían. Pero el desgaste no tenía la forma de una mordida: era como la piel que mudan las serpientes. Así que cada noche, antes que amaneciera, la Niña Rochi tenía un tapete enhebrado con hilos de colores para adelantarse al próximo agujero. Amanecía con el tapete diminuto en la mano y reparaba el sofá. No se equivocaba. Un nuevo agujero aparecía en el sofá. El rostro de Ángel estaba perturbado por la mortificación de su mujer. Pensó que él y ella habían entrado, sin saberlo, a los achaques y espejismos de la vejez. “A lo mejor estamos viendo agujeros donde no los hay”. Pero no quiso decírselo a la Niña Rochi. No podía alterar la armonía de sus manos que hervían el agua del café del amanecer y la paciencia certera que necesitaba para enhebrar sus tapetes. Después de sesenta años de vivir juntos, una palabra imprecisa por alguna contrariedad, podía suscitar una tempestad innecesaria. La Niña Rochi había sido algo más que una sagrada compañía. Era la complicidad de su espíritu. Alguna vez se habían quedado sin recursos para sobrevivir y a él le había surgido un puesto público y se encontraba indeciso en aceptarlo en momentos en que pintaba el enorme lienzo de su mujer con un girasol en la mano. ¿Qué hago? -le preguntó. ¿Crees que debo aceptar un cargo público? ¿Sigo pintando o escribiendo o me pongo esa corbata como una soga al cuello? ¿Qué hago Niña Rochi?
Con la aguja en el aire, mientras tejía en aquella ocasión una mortaja para una tía que estaba a punto de morirse, la Niña Rochi fue enfática e indoblegable: “¡Déjate de tonterías! ¡No aceptes ningún cargo público! ¡Sigue pintando y escribiendo!”. La voz de su mujer era el aliento que requería para salirle al paso a las adversidades. Le pareció pueril imaginar por un instante que en el lugar de los agujeros del sofá aparecerían flores diminutas o plumas de pájaros. Pensó en la flor de las zapatillas del obispo, de un azul intenso con un fondo amarillo, una flor silvestre que vio crecer en su infancia en los solares del Caribe. Pero en aquella mañana, mientras iniciaba el lienzo de los agujeros suplantados por flores, la Niña Rochi empezó a toser en el cuarto de al lado. Tosió insistentemente y su voz se apagó de repente. Lo llamó débilmente y se aferró a sus manos. Le pidió que no se aturdiera y que al morir la incinerara y arrojara sus cenizas desde lo alto del Cerro de la Popa. El rostro de Ángel se descompuso con aquella revelación. Estaba terminando de hilvanar el último tapete. Su cuerpo se desvaneció en sus manos. Allí los encontró horas después, su hija Patricia. Él, tembloroso, desconsolado, lloraba como un niño. No quiso ver a nadie y se encerró en su estudio como un desterrado, tratando de culminar un inmenso retrato de su mujer.
Así lo encontró Esteban Guerra, un viejo amigo que vino a visitarlo, pero nadie daba con la dirección de su apartamento en el Edificio Sucre, piso 11, en La Candelaria. Ángel tenía en el rostro la luz pálida y abandonada de quien se ha puesto la pijama para sopesar con un café caliente  la  sorda  y fantasmal impiedad de la muerte.
Adelgazado en los últimos meses por la novedad de la muerte, conservaba aún la furia emocional de sus convicciones y la desolada lucidez del viudo. Pero en un instante de esplendor, sus ojos volvieron a recobrar el brillo del pasado y sus manos grandes se agigantaron en el aire para reclamar un tinto. “¡Niña Rochi! ¡Niña Rochi, un café para la visita!”. Pero en ese instante, su emoción volvió a recobrar la lucidez: “Ay, Niña Rochi! ¡Ay, niña Rochi! ¡Un café!”. Era insoportable recobrar ahora que su mujer no estaba calentando el café para el recién llegado ni estaba tejiendo un tapete para cubrir los huequitos del sofá. En  ninguno de los cuartos del apartamento. Solo ahí, muy cerca de su soledad, muy cerca de sus palabras y sus recuerdos más lejanos. Supo con aterradora desilusión que su Niña Rochi había abandonado este mundo. Que muy cerca, en el cuarto de al lado, suspiraban sus cenizas en un cofre de madera oscura. Muy pronto, las suyas estarían acompañándolas. Ahora solo se aferraba a la luz de sus lienzos, como una de sus alegrías más profundas. Era el retrato de su mujer cuando tenía diecinueve años y era la reina del equipo de béisbol de Águila. Llegar donde Ángel era como visitar una inmensa catedral, una montaña, o sencillamente, asomarse a los ojos de un niño. Había cumplido ochenta años el pasado 12 de agosto, y no había dejado de pintar, conversar y corregir sus propios libros. Ángel sabía sin ínfulas que había entrado a la eternidad con tres novelas, seis poemarios, dos tomos de narraciones periodísticas e infinidad de pinturas. Algunos lo recordaban solo por su libro El triste silencio de la nieve, pero su grandeza rebasaba esos libros. Él era la novela, el poema y la pintura viviente. Tenía un susto sobrenatural a los aviones y a dormir en una casa sola. Decía de sí mismo que era “una mezcla de furia y cobardía, de ternura y desesperación. Escribo para encontrar  al ángel perdido de mi mismo en los otros, pinto para ejercitar una implacable y casi siempre fracasada necesidad de comunicarme con los otros”. Confesaba sentir escalofríos ante “una mujer encinta frente a un tablero de ajedrez, y presenciar la lenta y terrible agonía de un elefante envenenado”.
Ahora frente a su amigo Esteban Guerra lo hizo sentar en el viejo sofá que exhibía siete nuevos agujeros en la ausencia de la Niña Rochi. Su hija Patricia puso a calentar el café. Ángel intentó cubrir uno de los agujeros rodando uno de los tapetes. Sacudió los cojines en los que dormía el nido de hilos de la Niña Rochi, y debajo de los hilos cayeron unos tapetes. Sobrecogido por la sorpresa, descubrió nuevos tapetes que la mano invisible de su mujer había tejido quién sabe en qué instante, previendo una nueva aparición de agujeros:  Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Uno de los tapetes tenía tejido en amarillo un caballo jineteado por un niño.


* Este cuento fue publicado por la revista  Panorama de las Américas, en Panamá.

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