Revista dominical


La lumbre del agua de La Tenaza

ANDRÉS PINZÓN SINUCO

03 de enero de 2016 12:00 AM

Dentro hay una comunidad. Son pescadores artesanales, curtidos a fuerza de golpes de oleaje, de sol perpetuo.
Aquella superficie marina les brinda todo lo que necesitan. Así ha sido también desde los tiempos de sus ascendientes. La playa de La Tenaza es de aquellos lugares de Cartagena que sólo llega a conocer realmente el nativo, ni siquiera llega a adivinarse entrando a comprar el pescado que estos hombres traen a partir de la 9 de la mañana.
Han salido a las cinco de la madrugada. La pesca no ha sido del todo mala. Cantan canciones. Es un buen indicativo. No les duele ni una muela. Son hombres sanos, tranquilos, quizá sea por la rutina que va exigiendo el mar, eso y la dieta del hierro, esencial para hacerle el amor a sus mujeres. Mínimo tres veces al día, dicen. Fanfarrones.

El cuidador de la playa
La Tenaza queda a un costado del malecón de la Avenida Santander. Justo al lado del sector de Los Alcatraces. La arena que se levanta en cualquier momento es el primer anuncio de ese lugar en donde se puede conseguir buenas mojaras, sierras y pargos rojos. También es el desembarcadero de al menos 30 botes, propiedad de la asociación más grande de pescadores de Cartagena. Tienen 57 miembros. Y no parece que la cifra vaya a disminuir.
Enero es un buen mes para la cacería acuática. Así me lo cuenta Álvaro Díaz Valdelamar. El hombre funge como celador de los motores y las canoas. Vive literalmente a la orilla del mar, es el cuidador permanente y el único residente de La Tenaza.
—Yo venía a diario a esta playa a bañarme—dice Álvaro, con serenidad. Su forma de hablar transmite calma. No le preocupa nada en la vida—. Así empezó mi relación con los pescadores. Luego me propusieron que cuidara los botes. Ya después me vine a vivir aquí.
Díaz ha construido su casa —hace cuatro años—con tablas, plástico, y piedras. Es un cambuche, pero uno muy esmerado. Tiene mesa, radio, y un dormitorio con una colchoneta para relajarse a pierna suelta, especialmente en las mañanas. Le pagan de a mil o dos mil pesos cada navegante. Puede hacerse diariamente unos quince o veinte mil pesos. No está mal. Además, no se le nota un ápice de estrés, ¿y por qué habría de estarlo? Ha cumplido uno de sus sueños.
—Se ha hablado mucho del galeón San José, ¿qué saben ustedes?—le he preguntado.
—Sabemos lo que sabe todo el mundo: que nos pertenece a todos los colombianos. Aquí, en nuestro mar, es en donde está hundido. ¿Qué más?

La cacería marina
A las cuatro de la mañana, o antes, empiezan a congregarse quienes van capturar los peces del día. Se alejan hasta casi 5 millas náuticas —9,26 kilómetros—. Casi todos remando, muy pocos tienen motor. Tratan de ir de a dos. Ir solo es muy peligroso, el mar puede dar cualquier sorpresa y así es más fácil recuperar la estabilidad cuando la pequeña barca se voltea, cosa que le pasa con frecuencia incluso a los más experimentados.
Estos cartageneros, la mayoría provenientes de las islas, atrapan a los pescados con trasmallo.
—La plata nos la comemos. Aquí todos somos humildes—dice Álvaro Díaz, un getsemanisense, 57 años.
—¿Y qué es la humildad?
—La esencia de una persona. Todos somos iguales—sostiene con una abrumadora contundencia.

El hidalgo que además pesca
Javier Buelvas, 61 años, es uno de los marineros más experimentados del lugar.
Está detrás de una mesa de madera cortando —desafiante— los peces de sus compañeros. Fuera tripas, escamas. Luego le hace suaves hendiduras a la piel.
—Así se frita mejor—dice este padre de cinco hijos. Javier me comenta, con bastante propiedad, que todos ellos saben desde hace mucho tiempo dónde está sumergido el galeón San José. Dice que está a unos 70 kilómetros en una zona de muchas corrientes. El galeón es el tema de moda, y cómo no va a serlo.
Gabriel Hidalgo —mire usted ese apellido— es un tierrabombero de 66 años. Llegó hace quince años de la Isla.
—¿Y por qué no hay pescadoras?—les he preguntado.
—Las mujeres prefieren quedarse en la casa, compa, siempre ha sido así—contesta de buena gana el señor Hidalgo. Su apellido me recuerda a Don Quijote de La Mancha, por pura asociación. Me río con mi propio desvarío.
Con sus oficios, todos han podido nutrir a sus hijos. En el caso de Gabriel, a sus tres hijos que ya son muy adultos. A diferencia de los demás, este hombre caza a los animales de uno en uno. No utiliza trasmallo, lo hace con el cordel.
Mientras está dentro de esa inmensidad oceánica tiene mucho tiempo para pensar, pero la única idea que persiste es la de volver a tierra. Es desconfiado. Prefiere navegar cerca de sus compañeros. A su edad ya no está para llevarse ninguna sorpresa, ni para caer en trampa alguna.
Durante cuatro horas, aproximadamente, los pescadores intentan llevarse unos pesos para sus casas. Venden el botín entre 40 y 50 mil pesos.
—Todo se va en comprar el arroz, el aceite de la casa. En darle a los pela’os—comenta Hidalgo.

Epílogo
La Tenaza no es una playa. Más bien es uno de esos pocos e inhóspitos territorios en los que todavía se puede ver y sentir la tranquilidad que solo otorga ese misterio que guarda el mar. Quienes vayan o conozcan de primera mano este sitio, van a entenderme.
En esta orilla de la ciudad parece que se desvanecen las preocupaciones. Mire usted la cara de uno de estos pescadores. Pero mírelos a los ojos. Notará la lumbre del agua. Y al fondo, un océano de cuarzo.

Se ha producido un error al procesar la plantilla.
Invocation of method 'get' in  class [Ljava.lang.String; threw exception java.lang.ArrayIndexOutOfBoundsException at VM_global_iter.vm[line 2204, column 56]
1##----TEMPLATE-EU-01-V-LDJSON----
 
2   
 
3#printArticleJsonLd()
 

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS