La casa de Lácydes Moreno Blanco tiene el encanto de quien la habita. Una música de cámara suena en su cuarto y los objetos son la huella luminosa de quien ha atesorado a lo largo del tiempo recuerdos de viajes, tallas en madera, pequeños talismanes contra el olvido.
Ahora está de pie y me enseña un bastón de plata que heredó de su amigo Ramón “Tito” de Zubiría. Y acaricia el mango de este bastón que era parte de la emoción y la memoria de un ser amoroso y entrañable. Uno no puede creer que Lácydes Moreno Blanco haya llegado a los 94 años tan campante, con una memoria de elefante y una ternura de capitán que ha recorrido el mundo. He llegado hasta su casa de Bogotá y él me ha permitido conversar sobre la Cartagena de Indias de todos los tiempos y sobre lo que más disfruta y conoce: el sabor de Cartagena de Indias. Me confiesa que Tito de Zubiría siendo un muchacho quiso impresionar a dos jóvenes gringuitas en una piscina y su salto fue terrible porque se fracturó la columna vertebral y su vida continuó con su gracia y su sabiduría, pero en silla de ruedas. Aquella tragedia personal no le hizo perder la fe inquebrantable en la belleza del mundo y su devoción por la literatura, especialmente por la poesía de Pedro Salinas y Antonio Machado. Cuando a Tito lo nombraron Embajador en Holanda, y a él
Encargado de Negocios en Noruega, los dos recorrieron juntos a Europa. “Qué señorío y qué criatura bondadosa era Tito de Zubiría”, dice Lácydes Moreno en su apartamento que tiene un resplandor dorado como las viejas casas coloniales de su ciudad natal. Hay pinturas de su amigo Enrique Grau, una biblioteca especializada en arte, literatura y en libros de viajes y gastronomía. Un retrato en blanco y negro de su esposa japonesa. La mujer que aparece en la foto tiene el cabello negro, los párpados ublicuos y misteriosos de los japoneses y está acuclillada en un jardín. “Yo viví diez años en Japón. Fue allá donde la conocí y con ella tuve un hijo. Ahora tengo una nieta cuyo nombre en japonés es Flor de Primavera”.
Hay Ilustraciones divertidas y juguetonas del Kamasutra en las paredes del baño. Otro estudio lleno de libros y un escritorio con libros, apuntes y discursos que pronunció en la muerte de sus amigos Tito de Zubiría y Nicolás del Castillo Mathieu y el prólogo a una de las ediciones de Cartagena en la olla, de Teresita Román de Zurek, un ícono de la gastronomía regional que él mismo propuso escribir para que las recetas ancestrales de la ciudad no se perdieran en la desmemoria. Prefirió ser útil al proceso de inventariar recetas y desentrañar el origen de los elementos y las mezclas que figurar al lado de su amiga.
Escucharlo hablar ahora de cocina es una lección de poesía: “La cocina es rito, historia, poesía”, me dice. “Cuando el hombre descubre el fuego y deja de comer los alimentos crudos, empieza una verdadera revolución. El primer hervido fue el estado de un recipiente rumiante. El ser humano tiene dos formas de comer: está la cocina y está el amor, ese ritual ocurre en la mesa y en la cama”, dice con picardía.
“Cartagena de Indias tiene una de las gastronomías más ricas y exquisitas de todo el Caribe, por la variedad y por los factores históricos que incidieron en sus elementos. Mire usted que la gente sigue creyendo que el ajiaco es bogotano y es caribeño. Ajiaco viene de ají, el ajiaco era una sopa natural en Cartagena de Indias. Nosotros la hacíamos cuando tenía la casita de campo en Ternera y nos reuníamos los fines de semana con Eduardo Lemaitre, Raymundo Emiliani, Tito de Zubiría, Enrique Grau. Recuerdo que una vez invité a Teresita Román y empecé a preguntarle por la boronía, las sopas de ajiaco, las tortillas de plátano maduro. Mi sorpresa es que se nos estaban perdiendo las recetas. Comenzamos preguntándole las recetas a mamá. Entonces le propuse a Teresita que hiciéramos un libro de recetas cartageneras. En verdad, Teresita de cocina no sabía nada. La iniciativa del libro fue mía. Amparo Román empezó a recoger todas las recetas. Mi amiga publicó el libro que ha sido un éxito y mi mayor alegría fue haber contribuido con las recetas y con mis palabras. Viajamos con los recuerdos y sus amores. El libro de Teresita se conviritó en un clásico de la cocina, en el libro más vendido. Junto a las recetas cartageneras se agregaron las españolas. Aquel remanso de casa llegó a su fin cuando construyeron la cárcel en Ternera y yo decidí vendir la casa. Creo que lo más que impresiona de nuestra cocina es el elemento dulce. El arroz con coco con uvas pasas. La morcilla dulce. El plátano en tentación que se comía por la tarde. El enyucado, la tortilla de ñame. La boronía que es un plato de origen árabe: berenjenas machacadas con plátano maduro, cebollas y ajo sofritos”.
Cuando Madame Daguet arribó a Cartagena de Indias con su hijo el pintor Pierre Daguet y crearon el restaurante del Capilla del Mar, muchas recetas regionales fueron compartidas por Lácydes Moreno Blanco a los ilustres extranjeros que se quedaron a vivir en la ciudad. Poco a poco los franceses empezaron a degustar las delicias de una carimañoma y una arepa de huevo.
Lácydes nos cuenta ahora una historia compleja y divertida de como aprendió a hacer el mondongo y de como un amigo médico le pidió que se lo hiciera para invitar al Rey de España. Mientras el Rey saboreaba el mondongo Lácydes explicaba el origen de cada elemento.
“El mondongo se pone a cocinar toda la noche a fuego lento como en el amor”. En este instante de la conversación me invita a comer unas galleticas dulces con Kola Román. Y se las ofrece a mi comadre Astrid Paternina y a mi esposa Mary Serrano. Las dos están maravilladas con esta conversación. Es de los pocos seres que conozco que al oírlo invita a degustar los sabores de la tierra. Es una sabiduría viviente no solo en asuntos de cocina, sino en arte y literatura.
Me cuenta que fue el historiador Eduardo Lemaitre cuando era director del periódico El Fígaro, quien lo invitó a dirigir una página cultural que se llamó Lunes Literario. Aquella generación la evoca como una época singioficativa en la cultura de Cartagena de Indias. “Era una generación brillante y romántica, que no le interesaba el negocio”.
Ahora él sostiene el bastón de Tito de Zubiría con una nostalgia que le enrojece el semblante. Se apoya en el bastón como si algo del espíritu de su inolvidable amigo respirara ahora en el brillo del bastón de plata.
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