Revista dominical


Las memorias de un maestro

IVIS MARTÍNEZ PIMIENTA

08 de febrero de 2015 12:01 AM

La voz de Adolfo Pacheco Anillo retumbó, ronca y sincera, en el Teatro Adolfo Mejía el pasado martes, cuando la Alcaldía de Cartagena y el Instituto de Patrimonio y Cultura lo exaltaron en vida.

Adolfo Pacheco Anillo nació en San Jacinto, Bolívar, un 8 de agosto de 1940. Este abogado, que hoy de política no quiere saber nada, es una de las célebres figuras de la música de acordeón en Colombia. Tiene la sencillez del campesino. Es hijo de la pujante Mercedes Anillo y de Miguel Pacheco, a quien le debe “en un 70 por ciento” su carrera de Derecho. La primera, por cuyas venas corría sangre árabe , tenía un empuje singular, era una mujer que nunca estaba quieta. La vida se la quitó al maestro a los 9 años de edad. Su padre, “el viejo Miguel” se convertiría en un personaje para admirar y en una de sus tantas inspiraciones.
“Yo quise ser poeta. Consuelo Araújo me dijo: tú eres poeta, tú eres un poeta popular. Después me dieron con la puerta en las narices, personajes como Neruda o Gómez Jattin, que sin hacer rima hacían hermosas poesías.
Me refugié en la música y complací a mi papá. En un tiempo quería aprender a tocar el saxofón y el clarinete para volverme director, para aprender música, pero cuando mi papá me lo ofreció a los 17 años, dije “yo ya no quiero ese clarinete, el folclor es tan extenso ¡y lo que falta por estudiar! que no me alcanza una vida para terminarlo, de modo que guarda ese clarinete que yo me quedo con mis gaitas, con mis tambores, con mi acordeón” y así se hizo, con una leve sonrisa de mi padre quien aceptó ya al final que yo fuera músico”.

El Viejo Miguel
Buscando consuelo, buscando paz y tranquilidad,
el viejo Miguel del pueblo se fue muy decepcionado,
yo me desespero y me da dolor porque la ciudad,
tiene su destino y tiene su paz para el provinciano.

“Siempre refiero el mismo cuento pero de distinta manera. El viejo Miguel como persona, fue un negro bello, para mí. Fue un campesino, no hizo sino segundo de elemental, pero se casó con una mujer muy activa, que fue Mercedes Anillo, y  juntos labraron un patrimonio. Se dedicaron a una cantidad de cosas. A él le decían el  50 negocios, porque en cada negocio se quería meter y verdad que se metió en más de 50 negocios. (…)
Era un hombre muy ordenado, sabía contabilidad. Le decían en San Jacinto que era el único conservador que sabía escribir a máquina, de modo que era todo un personaje para mí. Yo admiraba mucho a mi papá y le obedecía en todo. Reunió la plata para mandarme a un colegio privado como el Fernández Baena y después me mandó a la Universidad Javeriana”.
Aunque la situación económica de los padres de Adolfo cambió para mal y el maestro se devolvió a su querido San Jacinto, el viejo Miguel no dejó de ser emprendedor. Se fue a vivir a Barranquilla. “Me dijo ´mijo, me monté en un bus y cuando iba a pagar frenó esa chiva y me metió pa’allá hasta el fondo?´ (…) Se fue para buscar paz y tranquilidad porque ya no quería tener riquezas, pero la riqueza lo perseguía. Allá montó una fábrica de hielo y una tienda. Entonces me tocó hacerle una canción. ¿qué más podía hacer sino brindarle una canción?.
Cuando le iba a hacer la canción me dijo, ‘déjate de eso, que yo me vine de San Jacinto y del que se viene ‘arruinao’ de San Jacinto no se habla bien. Entonces te vas a poner a decir que yo hice esto, yo hice lo otro’.
Le mostré la canción. Me dijo, ‘mijo, si tú lo que me has hecho es una poesía’. Claro, yo no dije dejaste esto o dejaste lo otro,  dije ‘Se acabó el dinero se perdió todo hasta el Gurrufero, el techo seguro como el alero de la paloma’. Porque el Gurrufero era su salón. Ahí jugaban billar. Todos los días tenía su dinerito, tempranito se lo entregaban y como él tuvo tantos hijos, le alcanzaba para todos”.

Sabor a gaita
Se oyeron gritos de fiesta,
cuando bailaba Soledad,
con ese son de tambores,
hizo furor en la ciudad,
pero a mi tierra envidiosa,
de notas tristes volvió a la gaita,
y los corpiños de Rosa,
saltaron todos sobre la falda.

La canción Sabor a gaita tiene una historia marcada por esa música de gaita que antaño era como lo refirió Toño Fernández (en el libro La Pluma en el Aire, de Numas Gil Olivera) “de mal ver, cosa de plebes”. En los años 40, Toño Fernández, Juan Lara y José Lara, se embarcaron en un viaje que, antecedido por la pobreza de sus hogares, fue la mayor satisfacción personal de cada uno.

De un viaje en el que el único propósito de los Gaiteros de San Jacinto fue mostrar su música en el mundo, Pacheco cuenta: “No devengaron nada sino la cultura. Pasaron hambre pero les quedó la satisfacción de lo que habían logrado. Toño decía que había conocido “la uriopa”. Pero resulta que los muchachos del pueblo les decían y que el grupo Menudo. Cogían un palo de escoba y cantaban como ellos. En San Jacinto quedó la gaita por  Toño Fernández, porque él fue el que la cultivó. Yo no voy a decir como esos autores, que dizque la inspiración me vino del cielo”.

La persona
A su madre, Mercedes Anillo, la recuerda entre el vuelo de los pájaros en la mañana. “Crecí bajo la influencia de mi madre y mi padre... era el menor de cuatro hermanos. Mi madre me fue enseñando, cositas, a cantar.(...) me enseñó a coger pájaros, ella tuvo una piladora de maíz y ahí llegaban las tortolitas. Me encantaba no tanto cogerlos sino verlos, ese vuelo que tenían era lindísimo sobretodo de mañanita, con los rayos del sol. Me encantaba.

Mi mamá me amenazaba. En San Jacinto estaba la escuela Lancasteriana, que era la de Pepe Rodríguez donde decían ‘la letra con sangre entra’ y le pegaban a uno y lo arrodillaban. Cuando hacía alguna travesura me decía ‘te voy a mandá onde don Pepe, pa’ que lo sepas’.  Cuando ella murió mi papá no tuvo más remedio y efectivamente me bajó donde Don Pepe”.

Durante el corto diálogo entre Enrique Muñoz, Pedro Pérez y el maestro Pacheco en el escenario, hubo tiempo para conocer su finca en Galapa, Atlántico. “Me dicen “El hacendado de la finca El Tropezón”, pero no tiene sino 3 hectáreas, para su conocimiento. Decía mi hijo - ‘¡mi papá tiene 150 cabezas!’ - Todo el mundo le preguntaba ‘¿de ganaoo?’. Él respondía - ‘No … de gallos’. Esa es mi satisfacción personal. El día que desaparezcan los gallos, me quedo con mi pensioncita ahí pa’ vivir tranquilo”.

La canción que despidió a Adolfo Pacheco en el Teatro Adolfo Mejía fue La Hamaca Grande, una de sus obras más reconocidas. Al terminar, los flashes de las cámaras inundaron el escenario. Las sonrisas y abrazos del maestro no alcanzaron...para todos los que querían un pedacito de él.

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