Había llovido lo suficiente hasta enlodar buena parte de la entrada de su casa. Los días tempestuosos tienen algo de nostalgia que amodorra sus manos, de manera que dejó el taller de orfebrería y fue a la cocina por el segundo café de la tarde. Como Luis Herrera Acosta no tenía a nadie con quien conversar decidió encender el antiguo equipo de sonido que llevaba 21 años en desuso. Fue entonces, bajo la complicidad de un son cubano, cuando la imagen de su padre, Guillermo, se volvió nítida entre la lluvia de agosto que rompía al otro lado de la ventana.
A sus 76 años no sólo se había ido convirtiendo progresivamente en su padre, también notaba algo invariable en su timbre de voz que lo asemejaba. De él aprendió el oficio arduo y meticuloso de la joyería, al que asistió por primera vez cuando cursaba la primaria en la escuela de Mompox y dada la curiosidad que le producía la fabricación de pescaditos de oro. Le ayudaba en lo que podía. Al llegar a casa tiraba los libros de sociales y matemáticas sobre la mesita de las visitas y entraba cerrando tras de sí, y muy suavemente, la puerta del taller, pues no había algo que disgustara más a don Guillermo que los portazos.
- Me ponía al lado de mi papá en la mesa- dice el joyero-. Él me fue enseñando lo que aprendió de mi abuelo.
Le gustaba verlo trabajando en cada detalle que configuraba los peces dorados. Y si no fuera tan costoso hacerlos ahora y hubiese más demanda de los animalitos acuáticos muy seguramente no haría tantas mariposas de filigrana, sus preferidas, y a las que sólo les falta emprender el vuelo en un arranque inusitado de vida.
- Antes no se trabajaba mucho la plata- dice con voz cansada el orfebre-. Pero los pescaditos de oro ya no se hacen porque necesitan mucha dedicación y hay que venderlos por pieza y es muy caro. No tienen mucho mercado, los hago más bien por encargo.
Si el diluvio no estuviera removiendo de a poco la reciente pintura blanca de la fachada de su casa, ni anegando los espacios que habita el bochorno acostumbrado de la Ciudad Valerosa, a lo mejor estaría en la Plaza de La Libertad. Por Mompox siente un cariño antiguo que se vuelve incontenible cuando tiene que viajar dos veces al mes a Barranquilla para los habituales chequeos médicos que van comprobando el paso determinado e irrefutable de la vejez. En una ocasión juvenil, tan sólo resistió un año y siete meses empleado en una joyería de Cartagena.
- Me llamó mi tierra, por eso no me he ido.
Magaly Romero, su esposa y sobre todo la mujer que mejor ha sabido traducirlo en los últimos 47 años, estará guarecida de la lluvia en el local comercial que casi no frecuenta Luis, y que se sitúa frente a la casa de cultura del municipio. Al viejo joyero sólo le interesa la creación de mariposas con hilos de plata y la poesía, que es otra forma de soñar en manuscrito. La economía de la casa la administra, con un orden sistemático, su mujer. De ahí que sea ella la que lo impulse y contraríe cuando se queja por los achaques de la edad que entre todas sus capacidades le fueron desgastando su habilidad para el diseño, o al menos eso es lo que él cree.
Mientras mezcla el tercer café con la singular cucharita poliforme que él mismo hizo con un remanente en el taller, sigue pensando en don Guillermo, a quien tampoco le gustaban los nubarrones, y empieza a lamentarse de que ninguno de sus dos hijos varones hubieran perpetuado la tradición familiar, y en cambio sí lo hubieran hecho dos de sus hijas, especialmente Lidia.
- Tengo seis hijos en total- comenta el momposino-, pero los dos hombres no se interesaron. Uno es docente y el otro se dedicó a las cosas de la computación.
Afuera el gris parece empaparlo todo. De una cajita metálica del color de una trompeta a mediodía, saca unos papeles entintados de azul con letras que prefiguran romances de su primer año de bachillerato cuando la mala suerte interrumpió sus estudios cortándolos de tajo. Fue para la época en la que se quemó la joyería de su padre y un hálito de pobreza discreta, y sobre todo digna, pareció cernirse sobre la casa de su infancia. Cinco años después el dolor de niño se volvería más punzante cuando sus compañeros de clase se graduaron.
Aunque no se considera poeta, sí tiene claro que el gusto por las metáforas le viene de muy lejos en el tiempo a través de su abuelo, Santiago Herrera, que además de ser joyero grabador, era calador, músico, compositor, escribiente, líder de una banda folclórica y excombatiente de la guerra de los mil días.
- Eran otros tiempos -admite, nostálgico, Luis-. Antes de que el Río Magdalena cambiara el curso y en consecuencia perdiera Mompox la importancia intelectual y económica de los tiempos del libertador. Antes era un río caudaloso pero ahora se volvió un brazo.
Luis escribió su primer texto poético el 30 de marzo de 2010. Recuerda la fecha porque ese día se levantó muy temprano y en lugar de preocuparse por sus materiales de alquimista, cerró de un portazo el taller y empezó a corregir unos papeles que había estado acumulando sin saber por qué. Desde esa ocasión, dieciocho días después de su cumpleaños número 73, la rutina de corregir versos se repite con anhelada parsimonia.
- Tengo más de quinientos- revela con pudor incomprensible-. Mi sueño es publicarlos porque la vida no me da para soñar más.
Reclinado sobre la poltrona amarilla de la sala, Luis lee y relee los manuscritos. El Dios de la lluvia parece que empieza a ceder, y el orfebre, presa de un arrebato literario, escribe con paciencia: “La tarde está muy triste, de negros nubarrones el cielo está cubierto, cuando así se encuentran las tardes mi corazón se llena de cuitas y tristezas”.
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