Ciertos historiadores de la comunicación en nuestro país consideran los años setenta y ochenta como un período de transición entre una época en que los medios eran masivos y otra época en que los medios se están des – masificando, es decir, personalizando, como ocurre en la actualidad. Anteriormente la comunicación se practicaba en el contacto personal, en la participación en eventos sociales como la quema de una bruja, la subasta pública de esclavos o la obra musical improvisada de los trovadores. También hay que considerar la práctica epistolar. El intercambio de correspondencia se masificó en la medida en que los medios de transporte se modernizaron y acortaron el tiempo. La construcción del ferrocarril que unió las dos costas de los Estados Unidos de América en el siglo XIX, impulsó –más que cualquier medio de comunicación de la época- la dinámica de intercambio comercial, pero, al mismo tiempo la dinámica de intercambio cultural y, es allí, donde se comienzan a formar los públicos. Es así porque la gente de un lado tenía expectativa por saber qué ocurría del otro lado, lo que facilitó la circulación de la prensa en toda la unión americana y la formación de su público. ¿Cómo se formó la comunicación masiva en la sociedad colombiana, que habita una geografía tan abrupta, tan agreste, tanto que aún, al final de la primera década del siglo XXI, no tenemos sistema de ferrocarril que vincule el territorio nacional? Bien, la red de parroquias de la iglesia católica llegaba hasta los puntos más equidistantes. Se trata de una organización que, además de tener resuelto el problema logístico, tenía y tiene un discurso muy poderoso, en especial, porque es muy redundante y de altísima frecuencia. Es decir, que el mensaje de la iglesia, sus valores y prácticas se repitieron y se repiten hasta la saciedad por todos los medios posibles. Los más efectivos fueron el sermón y la escuela, lo que tuvo un impacto profundo en nuestra forma de ser, en nuestra cultura, en nuestra visión de mundo. Por muy anticlerical que uno quiera ser, por muy protestante o Hare Krishna que uno quiera ser en este país, al final del día, se impone muy adentro de uno el esquema católico de valores. Con todo lo bueno y lo malo que ello supone. Mi apuesta es que desde ahí se comenzó a formar un público que no leyó periódicos sino que escuchaba sermones. Por eso el presidente Uribe es un comunicador tan efectivo. En Cartagena, apenas hasta hace poco se lee cotidianamente gracias a un periódico popular como “Q’hubo”. Cuando el cine mexicano llega a Colombia, a mediados de los años cuarenta, ya había público dispuesto no solo a verlo sino a escucharlo y a cantarlo. Lo mismo pasa con la radio. Y así, hasta cuando en los setentas se masifica el consumo de aparatos de televisión cuyos mensajes eran más para escuchar que para ver. Mucho diálogo en las telenovelas, en los noticieros y en los comerciales. Así era la cosa, la cual, sigue funcionando de manera muy efectiva: ¿No han visto el comercial de “Tigo”, donde todo gira entorno a un sketch paródico? “Ahora que estoy libre quiero estar contigo” dice al final el actor, disfrazado de mujer. Cuando llega la serie infantil “Plaza Sésamo”, en los setenta, la oralidad es el eje central de comunicación, junto con otros recursos como la animación de letras y efectos visuales. Oralidad que se manifiesta en sketch de títeres que, finalmente, calaron a fondo la mentalidad de quienes somos adultos hoy. Uno de esos sketchs es el de “Maná, maná”. Lo consiguen en http://www.youtube.com/watch?v=hTkGXuiT55w. Lo curioso es ver cómo cambian las formas de circulación en los medios. Hace casi cuarenta años vimos el “Maná, maná” por televisión masiva. Hoy, en virtud de la llamada convergencia digital, lo podemos ver a través de medios personales de comunicación: un portátil, un celular. Y eso significa interrogar en qué tipo de público nos estamos convirtiendo. Lo curioso es ver el regreso de la comunicación epistolar, como en el XIX, pero a través de correos electrónicos. ricardo_chica@hotmail.com
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