De vez en cuando las tupidas cejas de turco se arqueaban un poco. Arrugaba el rostro e inclinaba la cabeza, ladeándola para poder escuchar la pregunta que se le hacía y que debido a la poca acústica del salón, no escuchaba con precisión.
Debía sentirse incomodo y fuera de lugar frente a diez jóvenes más nerviosos aún, que, no sabían si salir corriendo del salón o quedarse con la boca abierta, oyendo hablar a uno de los personajes más importantes que ha brotado el suelo colombiano en todo los tiempos y que parecía que jamás se iba a callar.
La incomodidad del hombre de cejas tupidas le venía de su inexperiencia como docente, muy a pesar de que el tema de discusión era una de sus grandes pasiones: el reportaje periodístico. La de los jóvenes, en cambio, era una impaciencia de las que se sienten en las escaleras de los aviones, o en las manos frías de los que están tocando por el amor, parodiando al propio Gabo.
Pero todo eso tenía una explicación. En el pequeño salón de pésima acústica de la Escuela de Bellas Artes de Cartagena estaban sentados diez jóvenes periodistas de varias ciudades del país, que por alguna de esas gracias de la vida se vieron de pronto sentados frente al único Premio Nóbel literatura nacido en Colombia que como pocas veces lo había hecho, se sentaba a dictar cátedra sobre una profesión que la llevaba en la sangre y esa era una muy buena excusa para ponerse nervioso.
Consultados todos los diez jóvenes periodistas confesaron el pánico que les causó el primer instante, cuando Gabo llegó con su guayabera blanca, sus zapatos blancos, su reloj blanco en su totalidad y su cabello y bigote blanco.
Y en virtud de la verdad, son pocas las personas, en esta profesión, las que tienen el privilegio de que el propio Gabito, de carne y hueso, se encerrara con ellos durante tres días para escuchar de su propia voz las razones por las que moriría siendo periodista, y, además; los motivos caribeños que le impiden usar calcetines en medio del fragor de los mocasines blancos.
Primera lección: cantaleta literaria
Pasado el susto primero, los periodistas, la mayoría venidos del interior del país, se acomodaran en sus sillas a escuchar a un Gabo paternal, despojado de la conocida inhibición que, como una costra de fama, lo acompaña en su vida pública.
Entonces comenzó en serio la gran lección de reportaje durante nueve horas, repartidos en tres días. La primera sesión fue una diatriba literaria-periodística. Interrumpido solamente por los vasos de agua que regularmente, cada media hora, llevaba un mesero exclusivamente contratado para ese trabajo.
Cuando el mesero llegaba, el Nóbel colombiano bajaba la voz o se quedaba callado. En ese espacio no había cupo para los espías de la letra y Gabo bien que sabe utilizar este mecanismo de defensa.
“El reportaje sobrevive a todo, hasta a las calumnias y es la única pasión que puede derrotar al amor”, comenzó diciendo Gabo, quien de entrada colocó una línea divisoria e imaginaria entre los que nacen siendo y los que quieren ser a la fuerza. “Ustedes pueden tener la actitud más grande del mundo pero si el don de la vocación lo dejan tirado en la casa, es mejor que se dediquen a diagramar las páginas de los diarios”, dijo con el rostro encogido por la seriedad del tema.
La cantaleta siguió entonces contra la desgracia que le ha caído al reportaje en el mundo entero, y enumeró una serie de reportajes que aún no se han escrito en Colombia teniéndola frente a sus narices, "la noche del accidente del avión de Intercontinental, los pasajeros murieron viendo por la ventana la luna llena, y hasta el momento ningún periódico ha registrado las razones y causas del accidente. Todo el mundo se quedó contento con la noticia de dos o tres días, pero la culpa no es de los periodistas sino que hay una serie de factores que inciden en lo superficial de las noticias y en la degradación del género”, dijo un Gabo muchos más académico.
La curiosa academia
El maestro se movía de un lado a otro en la silla, las manos las entrelazaba, gesticulaba con ellas y con su rostro. En su acento caribeño, se escapaba de vez en cuando un sonsonete mexicano, como su imprescindible ‘guapo’, producto de sus largos años vividos en ese país.
Sus alumnos en tanto, seguían omnibulados. Una que otra pregunta fuera de foco dio cuenta que ya el momento de peligro había pasado, y ya no estaban en la orilla del precipicio.
“El problema -continuó Gabo- se recrudece en las universidades. Allí pueden darle toda la teoría del mundo, pero mientras no se estipule una cátedra que sería algo así como "práctica de la curiosidad" esto no tendrá remedio, puesto que más tarde cuando salen se encuentran metidos en un medio sin saber por dónde empezar y escogen lo más fácil, lo que está de moda”, afirmó el Nóbel con tono y rostro preocupado.
“Pero, Maestro ¿si usted tiene todo el poder persuasivo en sus manos para poner el reportaje de moda, porqué no lanza una cruzada a favor del reportaje?, le pregunta la periodista de El País de Cali, Catalina Villa Zapata.
“¿Qué crees que estamos haciendo?. Es difícil que los periódicos, con el ritmo acelerado que lleva el mundo, le dediquen el tiempo que exige un trabajo de profundidad, el cual necesita de semanas, meses y a veces de años para que se haga completo. El síndrome de la chiva nos tragó y lo que hay que hacer, es saber convivir con el, sin embargo, esperamos que estos talleres rindan sus frutos. Creo que ese es mi aporte de persuasión".
La respuesta al parecer fue contundente, pues nadie replicó y esto le dio más impulso al maestro para continuar con la adorable cantaleta.
“Actualmente se necesitan dos reporteros, uno para que agarre la chiva y otro para que le haga el seguimiento y la analice, y tengo que recalcar en esto para ver si los directivos de los periódicos se les mueve el corazón y la chequera”, expresó.
Un paréntesis
Ya iban más de dos horas de sesión y tres vasos de agua por persona. De pronto el monólogo de Gabo giró sobre el tema candente de ese día. Los alumnos escuchaban.
“De verdad este es un país asombroso. Hace 24 horas a Samper le quedaban pocas horas de vida presidencial, y de un momento a otro agarran a Miguel Rodríguez Orejuela, justamente cuando más se necesitaba que lo capturaran. Estas ‘chiripas’ sólo se ven en Colombia”.
En esos momentos el escritor era un colombiano más, preocupado por la suerte de un país que, según sus propias palabras, se lo está “llevando el demonio”. Se quitó las gafas como lo hace cuando llegan los fotógrafos y las cámaras y alzó un tanto la voz para que lo escucharan mejor: “¿Cómo vamos a salir de este hueco?”.
“En las manos de ustedes está la respuesta”, se levantó y se despidió. Eran las siete en punto de la noche.
“Uno debe escribir de acurdo a su respiración”
El segundo día, Gabo llegó puntual como siempre. Ahora vestía un conjunto color habano y un reloj del mismo tono. De inmediato la pregunta: ¿será que Gabo tiene un reloj para cada vestido? No hubo respuesta, una sonrisa socarrona del Nóbel dio por contestado el interrogante.
Gabriel García Márquez, de no haberse dedicado a la literatura, seguramente sería un excelente ‘echador’ de cuentos, de esos que se adueñan de las esquinas a punta de verborrea limpia.
Para empezar la sesión de ese día, y cortar de tajo la tensión normal del reinicio de clases, puso las gafas en la mesa, se acomodó en la amplia silla de espaldar negro y una a una fue contando sus experiencias en los primeros años de un camino fantasioso, tanto por los hechos reales que sucedieron como por los ingredientes anexos que la máquina de inventos de Gabo les agregaba.
Y, maestro en este arte, aconseja con tino sus propias técnicas de escritura a los diez jóvenes periodistas: “Cuando tengan un tema agárrenlo por el pescuezo y metan las narices hasta donde puedan. Después lo van armando como se si estuvieran construyendo un reloj, pieza a pieza, luego, cuando lo estén escribiendo, léanlo en voz alta, párrafo por párrafo, y allí donde la respiración no aguante, paren y organicen el texto. Uno debe escribir de acuerdo a su respiración”.
El Dinosaurio
Dicho esto, Gabo se internó en la época del linotipo y los telégrafos. Recordó cuando en su época de El Espectador, Gabriel Cano y el "mono" Salgar lo mandaren a cubrir un derrumbe en Medellín y estuvo a punto de dejarlo todo tirado y marcharse a Barranquilla. Se regodeó hablando de una historia que ha contado en todas partes y que jamás le aburrirá, cuando fue a entrevistarse con el Papa en busca de ayuda humanitaria para los desaparecidos en la Argentina y de pronto se vio con el Sumo Pontífice debajo de una mesa buscando un botón. Así fue narrando, como si se tratara de un recital de recuerdos, una a una todas los hechos importantes de su vida que se le vinieron a la cabeza: su providencial encuentro cotí Clemente Manuel Zabala en Cartagena, con Germán Vargas en Barranquilla y con Plinio Apuleyo Mendoza en París y en Venezuela.
Su revelación cuando leyó La Metamorfosis de Kafka y el cuento “La muerte en soledad” incluida en las Mil y una Noche, culpables en gran parte de que el derecho lo haya mandado al ‘carajo’, cuando descubrió que la literatura era lo suyo y que a la gente le gusta que le cuenten cosas que le pasan a la gente.
Y para finalizar el preámbulo y reafirmar el emparentamiento entre la literatura y el periodismo, recitó el cuento más corto del mundo: El Dinosaurio, de Augusto Monterroso: “Los médicos lograron resucitarlo, pero no regresó solo”.
Una noticia
Aún Gabo no había empezado oficialmente la clase del día y ya los presentes habían incursionado por la historia de la literatura universal. Se habían sumergido, llevados de la mano por un ilusionista, en los aires perfumados de la irrealidad y habían llegado a tierra firme a recibir las noticias que siempre habían querido escuchar, aunque estuvieran maquilladas.
Entonces el Nóbel abrió su maletín negro y sacó una carpeta blanca que contenía el borrador del cuarto capítulo del libro que muy pronto saldrá a la luz pública, “Noticias de un secuestro” un reportaje extenso sobre los hechos que rodearon el secuestro de la periodista Diana Turbay.
Con parsimoniosa voz, con precisa acentuación y sin jamás alzar la voz, el Nóbel de literatura colombiana leyó las cuarenta cuartillas del cuarto capítulo, que según él quedarán reducidas a unas treinta.
El cuarto capítulo del libro, es según Gabo, el enlace entre los anteriores y el final. En él abundan las frases categóricas garcíamarquianas (“En Colombia la solución tiene que salir de los cojones”, atribuida a Pablo Escobar), y el tono y estilo es el de un periodista curtido, con todo el tiempo del mundo para soltarle el hilo al barrilete.
Ahora, leyendo su propio texto, el Nóbel parecía el principiante aquel que nunca se cansaba de leer manuscritos a los amigos en las madrugadas caribes.
De vez en cuando interrumpía lentamente la lectura, seguramente al descubrir algo digno de tachar: “uno nunca termina de corregir un escrito, siempre le vas a encontrar errores nuevos”, decía y continuaba sin mirar a su auditorio, que una vez más no salía del asombro: “cuando me iba a imaginar que García Márquez en persona, me iba a leer de viva voz y de cuerpo presente, un texto inédito", dijo balbuceando, Fernando Ramírez, periodista de La Patria de Manizales.
En el tercer día de clases una vez más Gabo se vistió de blanco, y otra vez el reloj blanco volvió a su muñeca.
Ese día fue el único que el maestro se elevó a la categoría de docente. Leyó (destrozó) textos de los diez periodistas y en tono paternal les ofreció su ayuda; "Hay que inventarse trucos contra la desgracia de tener que escribir y evitar en lo posible las comillas, que son engañifas para el lector. Al usar las comillas con frecuencia estamos escondiendo la inoperancia y la holgazanería y estamos irrespetando al lector".
También aconsejó tener un compinche en la redacción que relea los textos y así evitar errores que son fáciles de percibir para la persona que no lo escribió.
Dijo que le mortificaba leer un texto que no tuviera musicalidad, eso que los críticos llaman tono y que, según su parecer, es lo más difícil de encontrar. “Cuando uno no encuentra el tono que quiere debe abandonar la escritura y sentarse a leer poesía, de seguro que lo encuentras a las pocas horas”, explicó.
Y siguió hablando y aconsejando sin parar durante largos minutos, hasta que se le acabó el tiempo, pero antes de pararse de la mesa, de recoger sus papeles y de despedirse rápidamente de todo el mundo con un arropador adiós con la mano derecha, dio un último consejo: "Nunca piensen que lo que están escribiendo es un gran reportaje", dijo.
*Nota publicada en 1995, en El Periódico de Cartagena.
Revista dominical
Nueve horas de clase con Gabo
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