Revista dominical


Papá Césaire

RICARDO CHICA GELIS

09 de agosto de 2009 12:01 AM

Estoy revuelto y les pido disculpas por eso. Todo lo que creía saber se me revolvió durante mi asistencia al IX Seminario Internacional del Caribe, que culminó el viernes pasado, aunque, esta columna la escribo el miércoles muy temprano. Eso quiere decir que llevo dos días de seminario y estoy revuelto y no sé cómo va a terminar todo esto. Para comenzar les diré que el evento estuvo dedicado a Aimé Cesaire. Es claro que el ciudadano de la calle en Cartagena y Colombia no tiene idea de quien se trata, lo cual es infinitamente lamentable. De hecho yo no me enteré de la obra de Cesaire sino hasta cuando estuve en la Universidad Nacional de México y, por decirlo de alguna manera, toda su obra, su vida y su actuar se concentran en una palabra: negritud. Hay que ver qué significa dicha palabra en el momento en que Cesaire la acuñó, hay que ver qué estaba pasando en el mundo y, en ese sentido, es clave entender el proceso de descolonización y cómo se estaba recomponiendo la relación entre Europa y sus colonias en África, Asia, Medio Oriente y el Caribe. Dentro de ese proceso emerge cierta forma de conciencia negra. Una noción de lo negro, más allá de la raza, referida a lo profundamente humano. Por supuesto que para ello, hay que hablar del racismo en sus formas de manifestación y sus consecuencias para el mundo y las distintas generaciones que lo habitan. Estoy revuelto, les decía, porque en Cartagena no nos enteramos cómo nos implica la negritud. No nos enteramos de una idea tan vigorosa que fundamentó y fundamenta revoluciones y cambios de fondo; fundamenta movilizaciones de hombres y mujeres orgullosos de ser lo que son; fundamenta la concienciación de saber que todo comenzó en África y no en Grecia. No nos enteramos, no tanto de ser negro o negra, sino de ser hombres y mujeres, porque la clave es desracializar las distintas dimensiones humanas. El racismo, pues, nos vuelve puro cuerpo sin conciencia y, si nos quedamos en sólo eso, estamos muertos en vida. Cómo duele que mis hijos estudien historia de Cartagena del libro de Eduardo Lemaitre, ilustrado en caricaturas. Cómo duele este sistema de cosas encajado como un hacha en nuestro esquema mental. Cómo duele el olvido de nosotros mismos. Sin soberanía, sin autonomía. Callados y sin atrevernos a preguntar. Y menos en esta época de entrega total, en esta época en que pilotos israelíes vuelan los aviones de nuestra fuerza aérea. En que los generales entregan nuestras bases militares, como se entregó Panamá. En que los ministros entregan la economía. En que las madres entregan a sus recién nacidos. En que los padres entregan a sus hijas a las calles. Cómo duele la incapacidad de resolver nuestros problemas por cuenta propia. Yo no sé si a veces resulta mejor ver RCN y no saber nada de nada y que no nos duela nada. Yo no sé si es mejor que nos resignemos a que las cosas sigan así. Una vez leí una columna de Héctor Abad Faciolince donde decía que ya no valía la pena estar pataleando, criticando o metiéndose en problemas por cuenta de lo que uno escribe, si nada de esto va a cambiar las cosas. Que para qué se ponía uno a estar cuestionando el gobierno, las élites, los medios o lo que fuera. Para qué si la gente ni lee periódicos. Que mejor dedicaba sus columnas a temas más triviales o divertidos o serios pero sobre literatura, arte, cultura y esas cosas. Y hasta ahora, creo que lleva todo el año, en que Héctor Abad ha cumplido su palabra. Yo no sé si es mejor así: ser uno negro, morirse y no conocer lo que significa la negritud o no conocer la obra y el legado de Aimé Cesaire. Pero no pierdo la esperanza. Hay ciertas señales de que las cosas pueden estar cambiando. Señales como el seminario mismo, por ejemplo, el cual ocurre de la mano de un hombre como Alfonso Múnera Cavadía. A pesar de mi revoltura no pierdo la esperanza de que al menos comencemos a creer que Cartagena es nuestra. ricardo_chica@hotmail.com

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