Revista dominical


Rayo volvió a la tierra

COLPRENSA

13 de junio de 2010 12:01 AM

Orrí, orrá, San Antonio ya se va. Orrí, orrá, el maestro ya se va... Con arrullos como estos de las Cantaoras del Patía, que rompieron un récord de garganta cantando durante más de dos horas, y con una corte de honor conformada por niños, se despidió al maestro Omar Rayo, ícono del arte en el Valle del Cauca, Colombia y Latinoamérica, el gestor del único museo que cuenta con un pueblo, y no al revés; el mago de la pintura y el grabado, quien puso a Roldanillo en el mapa. A la sala de su Museo, donde se exhibe su última obra, ‘Tizón, Fusil de Fuego’, y donde reposaba su cuerpo sin vida, llegaron multitudes de niños, mujeres poetas y roldanillenses que en sus casas conservan algún recuerdo del maestro. Desde muy temprano, a Águeda Pizarro, esposa del artista, el abrazo de las cantaoras y la alegría de los niños le borraron las lágrimas y le pintaron una suave sonrisa de gratitud. En los libros de visitas del Museo fueron consignadas sentidas despedidas, como la de Daniel Rojas: “Fuiste, sos y serás el mejor Rayo que le ha caído a esta tierra del alma. Paz en tu descanso”. Con los ojos enrojecidos de tristeza, otro Rayo más corto de estatura pero igualmente artista, Vicente Rayo, extrañaba la franqueza, la terquedad y el carácter de su hermano. Él asegura que Omar Rayo murió por su Museo: “Venía hacía unos tres meses muy deprimido, agobiado, decía que sentía que algo iba a pasar. Inclusive alcanzó a decir que el Museo, su hijo bobo, lo iba a matar”. Según Vicente, el maestro Rayo decía con total convencimiento: “Yo me muero y al día siguiente el museo se cierra, porque no hay quién lo maneje”. Pero resalta que hasta el último día de su vida le dedicó su obra maestra a los roldanillenses: “Díganles que ahí les dejo mi Museo”. A la 1:14 p.m., y custodiado por boy scouts, salió el cuerpo de Rayo precedido por sus hermanos, su esposa y su hija Sara, seguidos muy de cerca por un séquito que colmó balcones, ventanas, parques y andenes, al paso del más grande de los roldanillenses. “Era una persona que todo el mundo admiraba, era el pintor del pueblo, el más importante, por ser el primero a nivel mundial”, afirma Sandra Lorena Patiño, una de las 2.000 personas que se hicieron presentes en la Parroquia de San Sebastián para la misa que fue anunciada a las 2:30 p.m., cuando doblaron las campanas por Rayo. A las afueras del templo otra multitud esperaba, mientras la Almadre, una de las mujeres poetas reconocidas por Águeda y por Rayo, se refería a él como a “un poeta más, que por 20 años rindió homenaje a la poesía femenina colombiana”. El primer director del Museo, el crítico Miguel González, también subió al atril para hablar de “un artista mesiánico, de esos que se auto - formulan una particular misión. Omar Rayo escogió ser uno de los principales militares del arte”. González habló del bejuquismo, de cómo sus pinturas eligieron el acril y las sombras y su estilo se basó en la suspicacia óptica. “Sus obras aspiran a desafiar el tiempo y la muerte, celebremos la vida de Omar Rayo”, dicho esto, González rompió en llanto. Culminada la eucaristía, a la que asistieron el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, y el secretario de Cultura del Valle del Cauca, Nino Caicedo, el cortejo fúnebre retornó al Museo Rayo, donde en medio de música, poemas y aplausos, fue despedido el maestro. “Rayo dejó una huella indeleble y es un ejemplo a seguir”, aseguró el secretario de Cultura. “Este gran artista, exponente de la plástica colombiana y latinoamericana, dejó un legado muy grande con su obra, pero también con su Museo”, añadió Caicedo, e insistió en que hay que hacer todos lo esfuerzos posibles por conservarlo porque esa era una de las preocupaciones del maestro antes de morir: “¿Qué va a pasar con el museo cuando yo no esté?”. A las 5:55 p.m., en una de las salas del Museo, en el mismo lugar donde hace poco cayó un rayo a manera premonitoria, y con la presencia tan sólo de Águeda, Sara y unos pocos familiares, fue sepultado el cuerpo de Omar Rayo. Águeda llevaba flores blancas en sus manos. Las depositó en el féretro y luego se inclinó amorosamente, poniendo su mano sobre su amado Omar, pronunciando el último “adiós”. Después, llorando, se quedó mirando a Sarita, la hija de ambos, y recostó su cabeza en el hombro de ella, para sumirse ambas, madre e hija, en un abrazo largo, que parecía nunca acabar...

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