La revolución de la Independencia, ha dejado en mi espíritu impresiones tan profundas que todos los recuerdos de mi niñez y de mi adolescencia convergen hacia los acontecimientos que se consumaron desde la invasión de Morillo en 1815.
Las catástrofes, los triunfos y alegrías de aquellos tiempos están de tal manera asociados a esas épocas de mi vida, que aunque yo no comprendía el fenómeno que se agitaba en el seno de la América, porque no alcanzaba mi inteligencia ni vagamente a hacerse cargo de una idea tan grandiosa, la revolución vino a ser para mí antes de la edad de la razón un sentimiento: odio a los españoles y nada más.
Yo era niño cuando tuvo lugar un suceso que no se ha borrado de mi memoria. He sido muy feliz desde mi tierna edad para recordar hechos; y éste que voy a referir será el punto de partida de mis “Reminiscencias”, por la impresión viva que dejó en mi espíritu, considerándolo como el primer eslabón de la cadena de mis recuerdos más exactos.
Mi padre había seguido la suerte de todos los patriotas comprometidos en el pronunciamiento glorioso del 11 de noviembre de 1811 y se encontraba entre los defensores de Cartagena en aquel sitio memorable que los ha inmortalizado como a Sagunto. Las propiedades de mi familia habían sido confiscadas; la hacienda la había destruido la División del General español Morales, que se mantuvo a costa de ella, así como de la de Don José María del Real y otros patriotas que tenían propiedades en lo que se llama hoy Provincia de Sabanalarga.
Mi madre con cuatro hijos menores, teniendo el mayor siete años, con algunos criados y una o dos familias más, se había refugiado en Arroyo-Grande, finca de caña, situada entre Usiacurí y Arroyo de Piedras,
Una tarde un movimiento extraordinario ocurre en aquel refugio. Los hombres huyen hacia los bosques, entre ellos Don José Carbonell, español, cuñado de mi madre y adicto a la revolución. Las mujeres se acobardan buscando los rincones, agrupándose con ellas sus hijos. Se acercaba una partida de soldados realistas, y el terror se había apoderado de todos. Mientras las mujeres temblaban, los niños, inconscientes de los peligros que amenazaban a cuantos allí había, veíamos con tamaños ojos aquellos negros con uniformes, y armas relucientes. Todos eran venezolanos con excepción del oficial que los mandaba. Este se adelanta hacia el grupo de señoras y pregunta por mi madre, a quien ultrajó de palabras y le pidió las llaves de sus cofres. ¿ y qué, no les degollamos?, dijo uno de la partida. El oficial no contestó: tomó las llaves y principió a registrar baúles, tomando lo que le pareció mejor. Concluida esta operación, aquella tropa se retiró, dejando por el suelo en la mayor confusión lo que no quisieron llevarse.
Mi madre, cuando se vio libre de la presencia de aquellos terribles, huéspedes, se puso de rodillas a dar gracias a Dios, porque se habían limitado a quitarle los pocos recursos que había podido salvar de la rapacidad de los Pacificadores, que tuvieron por cómplices a algunos Americanos que se habían titulado sus amigos en los días de su prosperidad, Descubierta en aquel retiro y expuesta a todos los ultrajes, juzgó prudente trasladarse a Usiacurí, y así lo hizo. Al llegar a esta población, en el primer retén los soldados señalaban sus cuchillos y hacían demostraciones tan hostiles, que la familia se acogió en la posada aterrorizada. El Alcalde de Usiacurí, José Polo, sujeto honrado, denunció ante el jefe de la fuerza acantonada allí las violencias ejecutadas en Arroyo-Grande. Este Jefe, llamado Santa Cruz, reconvino al oficial de la hazaña de la víspera, pero lo robado no fue restituido.
La época fue de barbaridades contra las familias de los patriotas. Tenebrosa época, recuerdo ingrato que pinta el fanatismo sombrío del godismo que perseguía durante la dominación española.
En Sabanalarga, perdidas las propiedades de mi padre, tuvo la familia que alquilar una casita para vivir, que pertenece hoy a las señoras Polo. En esa habitación murió a poco después un hijo de los cuatro que tenía la esposa perseguida del “insurgente”, a quien no debía dársele cuartel. En aquellos tiempos se daba la sepultura en las iglesias, porque los cementerios fuera del poblado se construyeron en lo general por un decreto del Libertador en 1828. Muy natural era que el católico, aunque perteneciese a familia insurgente, se sepultase en lugar sagrado como todos los católicos. Pero los godos europeos, como los godos americanos que había en Sabanalarga se opusieron a que se diese sepultura en lugar correspondiente al que tenía la mancha de traición al Rey su señor. La criatura de año y medio de edad estaba condenada a ser arrojada a un muladar como un perro, porque para aquellos desalmados ser fiel a Fernando VII era mejor que ser fiel cristiano.
Era cura de Sabanalarga un Doctor Sotomayor, hermano del que éste nombre fue obispo de Cartagena, y no tuvo carácter para dominar aquella demostración salvaje; bien que él también estaba mal mirado, porque se sospechaba ser adicto a la causa de la independencia. Pero si el tiempo donde aquel niño había sido bautizado se cerró para no darle sepultura, se abrió el de Usiacurí para el hijo del proscrito, en donde la caridad y el valor civil del Cura de aquella parroquia, señor Antonio Filox, dio a aquel infortunio toda la protección que merecía. Aquella fosa solitaria abierta para recibir los restos de un servidor de la Patria, a donde no pudieron acompañarlo las lágrimas de sus deudos, fue el acto más doloroso, el golpe más rudo que pudiera descargarse sobre el corazón de una madre, a quien los sucesos de 1815 habían abrumado hasta el extremo de mendigar un palmo de tierra para dar sepultura a un hijo.
Rendida Cartagena, la resolución de mi madre fue trasladarse a esta ciudad, por saber qué suerte había corrido mi padre. Allí estaba éste entre los presos de San Agustín. Recuerdo las negras paredes de su prisión. Sus compañeros en el edificio eran muchos, pero en la pieza en que él estaba, se encontraba también un doctor Borrero del Cauca, Cardiles de Sabanalarga, y Tomás León, que fue arrastrado por las calles en un seron y ahorcado.
Vivía mi familia en la calle de la Soledad, y un día el ruido de muchas pisadas sobre el empedrado me llamó la atención y corrí hacia una ventana para ver. Allí estaban mi madre y una tía mía, pálidas como difuntos, viendo venir la tropa que marchaba en dos filas, ocupando una y otra acera de la calle. En medio venían varios sujetos vestidos de paisanos. Reinaba un silencio que infundía pavor; no se oían más que las pisadas de los soldados, que daban a aquel aparato una solemnidad terrible. Al pasar por el frente en donde estaba mi madre, uno de los presos la vio y sonriéndose la saludó con una inclinación de cabeza... ¡Era Stuart!
Mi madre corrió hacia el interior de la casa sin poder contener las lágrimas. No conocí a los otros compañeros de Stuart: A éste si, porque visitaba mi casa y su fisonomía me era familiar. Aquel patriota era bien formado; tenía el aspecto de un inglés y paréceme que aun lo veo, vestido de blanco, con sombrero de paja, pasar y sonreirse... A poco rato la detonación de una descarga de fusilería resonó en la ciudad.
Ese día tenía la fecha de 24 de Febrero de 1816, que pasó ante mis ojos sin comprenderlo. Día nefasto en nuestra historia; día en que el “Pacificador” soberbio rasgó las entrañas de la ciudad heroica, derramando la sangre de las nueve víctimas en la Plaza de la independencia, creyendo ahogar el aliento y las esperanzas de los Americanos del Sur con el sacrificio de aquellos Mártires, sin presentir que en la América tenía que caer de rodillas la tiranía peninsular ante el relámpago de la tempestad que ya brillaba en la espada de Bolívar.
La causa de mi padre duró cuatro años, que fueron de angustias. Los esfuerzos de su defensor, el doctor Anastasio García de Frías y los empeños de la respetable matrona doña Jacinta Calonge, retardaron el curso del proceso, para ver qué se podía sacar del carácter generoso del brigadier Don Gabriel de Torres y Velasco, que quedó con la marcha de Morillo para el interior, con el Gobierno civil y militar de Cartagena. En efecto, el rigor con que eran tratados los presos se fue relajando, hasta que pudo escapar de la ciudad por el año de 1819. Pero su suerte no debía tener alivio durante la dominación española en el país, El triunfo de Bolívar en Boyacá, que obligó al Virrey Sámano a abandonar a Bogotá y refugiarse en Cartagena, empeoró la persecusión contra mi padre; siendo de notar que dos vecinos de Sabanalarga, Manuel José Tatis y Don Manuel Roman, por parte conspicua que habían tenido en la transformación política de 1811, fueron distinguidos por el rigor con que el Virrey persiguió a los patriotas de la Costa en los últimos días de su mano. Mi padre fue condenado en rebeldía a pasar el resto de su vida en la fortaleza de Ceuta. Errante, sin asilo en su misma patria, lo salvó de esta situación el desembarco que hizo en Sabanilla el General Montilla con una pequeña fuerza en 1820.
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* Este texto aparece en Documentos para la Historia, de Manuel Ezequiel Corrales, escrito por José Martín Tatis, hijo de Manuel José Tatis.
Revista dominical
Un testimonio de la Independencia
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